Buenísimo. Lo reseñamos para Quimera
Diario de un lobo
Mariusz Wilk
Traducción de Katarzyna Olszewska Sonnenberg
Alba
Barcelona, 2009
278 páginas
Un
escritor casi desconocido en nuestro país, el polaco Mariusz Wilk (1955- ),
aterriza en las librerías convirtiendo, gracias a este extraordinario texto, a
los libros de viajes más clásicos en diferentes visiones de turistas de variado
pelaje, más o menos sofisticados o sensibles, que disfrutan estampas más o
menos sublimes, se reconocen en encuentros de diverso calibre espiritual y son
capaces de transcribir sus divertidas anécdotas con un acierto acorde a sus
cualidades literarias. “Vosotros repetís las opiniones de la mayoría, yo, en
cambio, estuve allí”, escribe Wilk, reproduciendo las palabras del marino
inglés Chancellor cuando se esforzaba porque la sociedad británica creyera su
testimonio por encima de los lugares comunes que imperaban acerca del norte de
Europa. Wilk sabe que la mayor dificultad de la literatura de viajes consiste
en conseguir que el lector acompañe al viajero, y es consciente de las trampas
que este puede tender a lo largo de un texto. De ahí, por ejemplo, su crítica a
Kapuściński, quien visitó el Imperio soviético en decadencia obviando a la
sociedad más rural, a la gente más apartada del mundo. Como los habitantes de
la isla Solovki, situada en el mar blanco, a menos de doscientos kilómetros del
Polo Norte, y que es el destino elegido por Wilk para profundizar en el
conocimiento humano y, en consecuencia, y si prestamos atención al entusiasmo
que destila el texto, el que se convierte en su patria, en su memoria: “de lo
que se trata es… de recapitular el camino recorrido y no de coleccionar
impresiones de turista”, afirma, dando a entender que la maldición de los
libros de viajes es que para sus autores lo importantes no es viajar, sino
haber estado, haber viajado: “Elegir la ruta al azar es como escribir un libro
echando los dados y dejar que los temas los sugiera el destino y la voluntad de
los funcionarios… y no la lógica de las cosas”.
Wilk encuentra en este rincón marginado, un gran
peñasco de pocos kilómetros cuadrados, un compendio de lo que fue y sigue
siendo Rusia, un lugar donde coexiste el imperio que se tambalea con “la Madrecita que yace
abandonada en la carretera”. Para ello divide el libro en capítulos cortos, y
lo estructura de la forma más sencilla posible: comienza enumerando lo que
percibe para, a continuación, reseñar la historia del lugar, y termina con una
indagación de la gente con quien comparte sus días, y también sus razones para seguir
respirando más allá de la necesidad animal. Y todo con un lenguaje con el que
llama a cada cosa por su nombre, porque, como escribió Pável Florenski, “la
realidad en el norte es más delgada que en otros lugares”, y de ninguna otra
manera se puede expresar la dureza del clima, la pobreza, la noche eterna, el
alcoholismo, el barro sobre el que dejan huellas las botas o el hielo que es
preciso arrancar para echar un anzuelo: “El silencio es tan grande que se oía
la sangre corriendo por las venas”, comenta durante el entierro de una mujer
que acaba de suicidarse.
Aunque toda esta indagación posee, en realidad, un
doble fin. Por un lado el de divulgar la existencia de un lugar casi tan
maldito como en su día lo fue la isla de Sajalín, tan perfectamente descrita
por Chéjov en un libro que también puso a nuestra disposición la editorial
Alba, el afán de crear para el lector el espíritu de una gente que se ha
construido sobre un paisaje, una historia, una tradición y unas leyendas que
difícilmente uno escogería como propias. Pero por otra parte, el libro es una
reflexión moral en la que participa activamente la literatura, la creación. A
la hora de abordar esa dicotomía clásica entre literatura y vida, Wilk opta por
confundirlas, por definirlas como una sola melaza.
Diario de un lobo es una obra maestra que
consigue reducir la vida a lo que de verdad importa: frente a un hombre que
pretende vivir en el norte para contemplar la aurora boreal, se hallan los que
nacieron allí, gente que “no piensa en el autogobierno, sino en huir lo más
lejos posible”.
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