El delirio blanco
Jacek Hugo-Bader
Traducción de Ernesto Rubio y Marta Slyk
Dioptrías
Madrid, 2016
310 páginas
La Unión Soviética o Rusia. O lo que sea que quede de lo que fue Rusia y la Unión Soviética, de ese imperio que Kapuściński retrató de un modo que lo atroz casi parecía poseer la belleza de lo cotidiano. Pero que Jacek Hugo-Bader (1957), también polaco, nos muestra como es: atroz. No estamos frente a un libro, una crónica dura. Hugo-Bader muestra más talento incluso que el clásico periodista polaco, pues es capaz de meternos en el viaje, o en los momentos del viaje, sin que deseemos escapar de su compañía. Pese a que nos muestra, en pendiente, cada vez más la rudeza que supone vivir en ese territorio de nadie, esa Siberia, la taiga, la estepa, donde el imperio soviético quiso colonizar y tras su caída quedó como un lugar gigante sin placa tectónica bajo su superficie. La sensación que da, es que se trata de una dimensión paralela. Es complicado hacerse a la idea de que ese mundo está coexistiendo con el nuestro. Hemos mencionado a Kapuściński, pero también podríamos hablar de Dersu Uzala. El proyecto de Hugo-Bader es recorrer en un todoterreno, comprado en Moscú, la ruta hasta Vladivostok, desviándose para visitar cementerios nucleares o etnias al borde de la extinción física, tras sufrir el memoricidio.
Hugo-Bader elige el invierno. El verano tiene varios inconvenientes: los mosquitos y la irrealidad del sol. La mayor parte del año, la gente de Siberia vive en penumbra. Las técnicas de supervivencia en carretera se podrían semejar a las lecciones de Dersu Uzala. El motor al ralentí y el asiento de muelles será su habitación de hotel durante muchas noches. Todo esto lo expone al principio, porque luego comienza un relato fragmentado. Los tiempos muertos son elípticos. Salta de momento a momento con la continuidad que permite la crónica de largo aliento. Los detalles se imponen, como se impone la sensación de derrota, que es, tal vez, la que da unidad al libro: la decadencia, algo de asco, lo atroz, el desastre ecológico y clínico, el alcoholismo, la brutalidad masculina. Todo ello parece provenir de la parte mala del invierno. Sucede que en Siberia, el invierno carece de otra cara. Hugo-Bader nos obliga a creernos lo que relata, porque no hay fantasía a ese alcance. Y así es como, poco a poco, va construyendo una especie de enciclopedia de lo salvaje. Desde el ligero idilio de ciertos hippies que se golpean contra la tradición, al derribo de las mismas por un martillo imperial. Se impone la anarquía de la supervivencia. Lo que en California hubiera dado a un movimiento contracultural, en la Rusia ingrata termina con una falta de control propia de las drogas duras y los momentos crudos.
En esa región olvidada, tanto lo legal como lo ilegal es clandestino. No hay ni siquiera las leyes de la frontera. No hay nada más que una cañería abierta por la que se escapan las monedas para pagar el vodka. Da igual que hable de los punkis, herederos de aquellos hippies, o de los nazis, de los obreros de una destilería o de los pacientes de VIH para quienes la vida no importa. Da igual, porque a todos los males, se suma la globalización a la baja. Hugo-Bader parece sentir una atracción por lo sórdido que sería patológica de no ser necesaria. A la entrevista con Miss Seropositiva se sucede el encuentro con Kalashnikov, el críptico sargento que inventó el rifle de asalto más famoso. Y después vienen esos centros nucleares abandonados y sus consecuencias sobre la población. ¿Acaso sabíamos que para crear un embalse, las autoridades consintieron en arrojar una bomba atómica, a modo de ensayo? Esa agua la beben las cabras, que darán la leche que beben los niños. El maltrato al campesino o al minero, es impuesto por un país sin cabeza. Se ven abocados a él o a la muerte. Y así sucede con los fundamentalistas ortodoxos o con la etnia Tuva. Porque este libro, al margen de una crónica de viajes que no debería haber pasado desapercibida, habla sobre la destrucción de la humanidad.
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