Simone
Eduadro Lalo
Fórcola
Madrid, 2017
169 páginas
Uno vive a base de fragmentos. La vida solo es una pieza única por la continuidad de la respiración. Por lo demás, tanto los momentos como los espacios son una solución sin continuidad. No es posible conocer de otra manera, y mucho menos lo propio. De ahí que el género más fiel a la vida sea el dietario, donde todo cabe y cuyo orden únicamente rige la fecha de entrada. La vida sucede a vuela pluma. Todo lo demás es relato, desde el psicoanálisis a ese género que ahora se llama autoficción y que siempre ha sido una suerte de biografía truncada y con la connivencia de las trampas de una novela. Es decir, un género onanista. Así es como comienza esta novela, Simone, como un dietario sin días, sin asunto, hecho a base de los fragmentos de un país fragmentado, del que Eduardo Lalo (Cuba, 1960) ya nos había hablado en Los países invisibles. Lo honesto, antes de seguir, es comentar que este dietario se transformará en una hermosa historia de amor.
Pero antes, Eduardo Lalo se nos
muestra como un excelente gestor de detalles, de movimientos, de pequeños
datos, de señas. Esa capacidad de observación solo la poseen los sensibles, o
los que saben impostar sensibilidad hasta el punto de que el personaje sensible
termina por comerse al intelectual. La sensibilidad será lo que nos diferencia
y también lo que nos una, aunque se muestre en un principio con cierto solipsismo:
los pedazos, los fragmentos le han servido, como reconoce, para poblar las
horas. Y así es como la intriga de unos mensajes anónimos que comienza a
recibir, escritos por una suerte de dios omnipresente en su vida, le darán la
continuidad precisa para dejar de sentirla como ecos de lo cotidiano y poco
más. En principio, el protagonista llega a pensar que está inventándose que
alguien le sigue. Pero los datos son cada vez más reveladores. Las evidencias
no se pueden negar, por mucho que uno lo quiera para proteger su miseria.
Pero ese personaje que le
persigue le ayuda a desvincularse de lo que él consideraba la realidad. La
realidad es poliédrica. Ahora se da cuenta, por ejemplo, de que escribir ha
sido una preciosa inutilidad, porque lo que escribimos no modifica el mundo. La
intriga, sin embargo, sí contribuye al cambio. Y los anónimos dejarán de ser
tales para comenzar a aparecer firmados por Simone Weill. Simone, no sabe por
qué, siempre acierta con su comentario. Siempre sabe qué le atribula o qué le
conviene. De tal forma que esas notas pasan a ser la forma de comunicación más
sincera que conoce.
Hasta que se desvela la intriga
para dar lugar a una segunda parte mucho más pasional. Simone Weill es hija de
unos inmigrantes chinos. Su presencia se suma a las extrañezas del Caribe.
Asiática, erudita y lesbiana en una isla tan carnal, y enamorada del
protagonista, con quien comienza una relación en la que el exceso de celo y de
cuidados define los límites. El protagonista pisa flojo, porque desconoce el
terreno, porque no sabe cuáles deben ser las reglas a seguir para que el amor
perdure. Y su deseo es que perdure. A través de ella, conocerá el atrevimiento
del arte de intervención en la calle o la vida de las familias inmigrantes.
Acariciará su piel y llegará al punto de ebullición del deseo. Pero la
culminación de la carnalidad se va retrasando y poco a poco se convierte en una
obsesión del protagonista. Y de nuevo el amor vuelve a ser una lucha entre la
realidad y el deseo, y por tanto poesía. El platonismo es una caldera
trabajando a todo vapor. Pero también la caldera genital es algo que no podemos
negar y el intento de equilibrio se convertirá en el tema de la novela, cuyo
desenlace pertenece al terreno de la nostalgia, pero no al del pasado. No
desvelamos más. Nos limitaremos a invitarles a leer para conocer el talento de
un autor capaz de manejar esta situación, estos personajes, este escenario.
Los países invisibles
Eduardo
Lalo
Fórcola
Madrid,
2016
150
páginas
Lo
invisible, maldita sea, es sólido. Hasta un país, por muy invisible que sea, es
sólido. Lo que tal vez no se solidifique sea un viaje. Un viaje es éter. Nada.
Al menos eso parece decir, por momentos, Eduardo Lalo (Cuba, 1960). Porque o lo
que uno ve en el viaje es lo mismo que se encuentra en cualquier lugar del
mundo, o lo que está visitando se ha convertido en un parque temático. En
cualquiera de los dos casos, uno no ve lo singular. El propio Eduardo Lalo no
tiene ningún rubor a la hora de confesar que en algún lugar del mundo -Londres,
Venecia, Madrid, Valencia- ha comido en un McDonalds. Ese restaurante es tan
global como los top manta vendiendo imitaciones de los productos
más caros que los ricos ambicionan en todo el mundo. Lo que finalmente sucede,
nos viene a decir el autor, es que lo hipervisible termina por no verse.
Para
ello escribe uno de esos ensayos que se van construyendo a medida que se
redactan: uno tiene muy claro lo que quiere decir, hacia dónde apuntar, cuál es
la tesis. Pero no existe viaje en el que no sucedan imprevistos. Y uno de esos
viajes es la escritura de este ensayo contundente, hijo de autores que han
influido en Lalo de la categoría de Cioran. La forma de expresarse delata al
maestro. Los países invisibles es un ensayo psicosociológico que parte de la
inexistencia de Puerto Rico, el país donde vive el autor, el primero de los
países que pasó de no ser a ser global. Ese malestar le lleva a disputar entre
párrafos dos ideas: por un lado la exigencia de hacerse visible, por otro la
aceptación de la invisibilidad. De ahí ese extrañamiento que le supone al autor
la vuelta a Puerto Rico tras un paso por Europa que le deja marcas como la de
Carmen Martín Gaite. Recordar a la escritora salmantina, a la amistad que
mantuvo con ella, le ayuda a reflexionar sobre el oficio de escribir. Los que
mejor escriben, o los que mejor se expresan, esos sí poseen un discurso. A ellos
son a los que mejor se les ve.
Por
el contrario, nadie es tan invisible como un condenado, excepto un bendito. Y
estos se encuentran, por arte de una cultura fundacional que en realidad es un
código de los media, en que la cultura es blanca, europea y anglófona. Al menos
la cultura visible. Todos los demás, africanos, hispanos, asiáticos, “tendrán
para siempre el adjetivo identitario atado a sus esfuerzos”. “Al final uno se
encuentra siempre con el perro de Ulises”, afirma, para resolver eso que le
incomoda al regreso. A partir de ahí busca quiénes le pueden salvar, gente que
fue exiliada en un país invisible, como Diógenes o Robinson Crusoe. Es así como
escribiendo desde la supuesta invisibilidad, Eduardo Lalo confiere al texto una
intensidad tan transparente como lúcida y barroca.
Fuente original: Culturamas
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