Todo empieza con el gran cachalote blanco.
A la hora de poner una fecha clave en la literatura del mar, esta sería mediados del siglo XIX, el año de publicación y divulgación de Moby Dick. Antes existieron los cuadernos de bitácora que Cristóbal Colón, Pigafettta, George Anson o el Capitán Cook, que tradujeron a un lenguaje narrativo los registros de navegación. Además de algunos cuentos de proezas, entre los que destaca la mitología del canto de Homero en La Odisea. Daniel Defoe o Washington Irving, Edgar Allan Poe o Nathaniel Hawthorne, incluso el propio Herman Melville, ya habían creado esferas literarias en las que el mar era tan contundente como la trama, el alma de los personajes o la culpa y la expiación. Sobre el mar literario ya habían regado sudor dioses guerreros, gorgonas y arpías a los que las cuerdas vocales les vibraban con música de violín. Pero es Herman Melville quien hace del mar una literatura psicológica, en la que la metamorfosis que sufre el lector, durante la inmersión en el texto, es como la cuerda de un arco que se tensa con la respiración contenida. Hasta que esa representación de la lucha del bien contra el mal o, para ser más excatos, del mal contra el mal, acribilla el diafragma, y cuando queremos darnos cuenta, la novela nos ha dejado alborotados y con un matiz de sal pegado al paladar.
Ese tipo de trasformación, semejante a la que sucede durante la lectura de Moby Dick, pasa a formar parte de nuestro imaginario cuando escritores posteriores crean obras en las que el mar y sólo el mar es el escenario en el que puede ocurrir que el infierno de la conciencia azote a un marino joven, con ansias de heroísmo, hasta que se pudra de culpa, como se pudrió Lord Jim. Aunque en esta novela de Conrad la mayor parte de la acción tenga lugar sobre tierra firme, es el mar, el maldito mar, el que impone su temperamento. La línea de sombra o El final de la soga son otras obras maestras que solo pudieron suceder en el mar. Como el relato de viajes En los mares del Sur, de Robert Louis Stevenson, o su mejor novela, Los traficantes de naufragios, pues el naufragio es también un acontecimiento exclusivo del mar, y una metáfora que entendemos en cualquier acontecimiento y en psiquiatría. En ficción o con testimonios personales, la literatura del mar se reconoce ya como un género literario, aunque para ello cuente con la ayuda de fenómenos geográficos que vinculamos al mar, porque necesitan de él para reconocerse, como son las islas, la playa o la costa. De hecho, navegar de costa a costa para relacionarse con otras culturas, bien lo supieron los fenicios, es algo que sucedió mucho antes que atravesar cordilleras.
Cuando ya creíamos que no cabía más que repetirse en la literatura del mar, o eso o ver las puestas de sol sobre el océano con alma de marinero en tierra, aparece William Finnegan (Nueva York, 1952) y, con su libro Años salvajes,nos dice que la ola es el mayor de los mitos del mar. Si teníamos a la práctica del surf como un deporte californiano y que los australianos, con cuerpos de la clásica estatuaria griega, practican en las olas del Pacífico, Finnegan viene a entonar una elegía: el surf no es el ritmo de los Beach Boys, los cuerpos bronceados, la embriaguez acrobática o la presunción de ser el campeón del mundo bajo túneles de olas de ocho metros. El surf que Finnegan vivió, del que apenas queda un aliento, es la convivencia íntima con el mar, la contracultura que creyó en el espíritu de Gaia, y que buscó los paraísos perdidos en las playas donde el edificio más próximo era un tenderete con techo de hojas de palma bajo el que dormía la familia de un pescador. El surf era una utopía muy pura sobre mares vírgenes, donde uno se embriagaba con su música interior. A eso suele llamarse libertad, y la libertad es necesaria para que aparezca la felicidad que sugiere el viento en el rostro. Finnegan y sus amigos se sumaron a eso que Gary Snyder llamaba la práctica de lo salvaje. Eran esa bohemia llena de energía que traducía en actos la metáfora del mar como Edén donde pasar los inviernos, los inviernos cronológicos y los inviernos sentimentales. En Años salvajes, Finnegan da cuenta de un tiempo en el que se arriesgó a vivir, cuando el surf era otra sintonía para meditar. Y ese encuentro siempre se produce con un toque perfecto de soledad, el que se precisa para observar, ser y actuar. Años salvajes es un libro intenso, hasta el punto de que resulta complicado reconocer eso que verdaderamente subyace entre cada línea: el anhelo por la belleza interior. Y uno apostaría a que se trata de la mejor literatura del mar en las últimas décadas.
En los mismos años en que William Finnegan recorría medio planeta con los bolsillos vacíos, en esos años en que los estudiantes de París buscaban la playa bajos los adoquines de las calles o los conciertos de Joan Baez y Bob Dylan llenaban las praderas, otros leyeron en las paredes de las montañas lo mismo que Finnegan leía en las olas y en las mareas. El valle de Yosemite se colmó de escaladores, al tiempo que algún despistado hombre curtido en la montaña quiso ascender las grandes cumbres del Himalaya… en solitario. Es entonces, a raíz de las expediciones al Himalaya, y las escaladas al Capitán, cuando se comienza a fraguar la idea de que podría existir una literatura de montaña. La mayor diferencia que existe entre ésta y la literatura del mar, es que para dar con ejemplos anteriores de literatura de montaña uno tendría que remitirse a cuentos como los de Clarín y su Adiós, cordera. O eso, o no existe la ficción literaria de montaña. No ha cantado ningún Virgilio ni pervive una obra descomunal como Moby Dick. El equivalente a la narrativa de Joseph Conrad sería Roger Frisson-Roché, quien escribiría sus novelas en los años cuarenta y con una calidad más próxima a la de Enyd Blyton que al autor polaco. Existen, eso sí, algunos testimonios de viaje atravesando grandes cordilleras y el glaciar de Baltoro, como los de Francis Younghusband, de quien hace poco se publicó el extraordinario Por el Himalaya, donde refleja unos viajes estremecedores que, sin cartografía ni material específico de montaña, le llevaron a atravesar las montañas más altas del planeta, en canal, entre 1886 y 1889.
En otras palabras, la literatura de montaña, que podría tener un peso semejante a la literatura del mar o a la literatura urbana, está en todavía por nacer. Y entre quienes profesan la religión de la montaña existe una gula tremenda pidiendo que brote. Cabe hacer un canon con los mejores libros de montaña de los últimos cincuenta años, desde casi toda la obra de Joe Simpson hasta el trabajo periodístico de María Coffey. Podríamos incluir a Reinhold Messner, también, pero todos esos libros no dejan de pertenecer a la crónica, a la literatura de carácter biográfico. Al parecer, quien busque leer literatura de montaña o se atiene a eso, o se va a dar un paseo por los ejidos. O decide ampliar el espectro e incluir los ensayos de Eduardo Martínez de Pisón y La lluvia amarilla, con permiso de Julio Llamazares, pues no da la impresión de que él pensara que estaba escribiendo literatura de montaña mientras redactaba esa despedida. La última gran incorporación en España a la literatura de montaña la protagoniza Bernadette McDonald (Canadá, 1951), de la misma generación que William Finnegan. Pero, a diferencia de este, que vivía el mar en carne cruda, McDonald siente la montaña a través de la literatura. Hace poco publicó Escaladores de la libertad, un repaso de la vida de los potentísimos escaladores polacos que en los años ochenta reventaron el mundo del alpinismo.
Ahora nos llega Guerreros alpinos. La historia heroica del alpinismo esloveno, una mirada atractiva hacia la escuela de montañeros de un pequeño país que ha dado a creativos himalayistas, y también a algunos de los más polémicos. En Guerreros alpinos la permeable membrana que comunica la belleza con el terror está presente en cada párrafo. Existe en Eslovenia una Biblia de la montaña, Pot, que traducido al castellano sería algo parecido a La ruta, escrita por uno de los pioneros, Nejc Zaplotnik, y, según la tesis de McDonald, define el carisma y el orgullo de todos ellos. Hay cierta inocencia en sus proyectos, definida en Pot, la misma que es necesaria para hacer de alguien un hombre libre: privados de su vocación, su cuerpo no contendría más vida que una vacía crisálida seca, la mariposa habría volado con la defunción de la adolescencia. McDonald indaga, pues, en las versiones de humanidad de cada uno de ellos, de Tomo Cesen o de Tomaz Humar. Y lo hace, al igual que Finnegan, con un tono casi de elegía, pues protagonizaron la ilusión en un mundo que se ha ido al garete por culpa de la competición y las expediciones comerciales.
Escritores como Joseph Conrad o Robert Louis Stevenson certifican la existencia de una literatura del mar. Pero, ¿quién es el Herman Melville de la literatura de montaña? La literatura de montaña, que podría tener un peso semejante a la literatura del mar, está todavía en pañales.
La pregunta, ahora, es si deberíamos rendirnos y dar por liquidado el género de literatura de montaña antes de que haya fraguado. De la del mar no tenemos duda: existe, y siguen surgiendo aportaciones, como En el corazón del mar, de Nathaniel Philbrick, quien nos narra la aventura en la que se inspiró Melville para crear su Moby Dyck. Pero hay una editorial empeñada en darle un nuevo empujón a la literatura de montaña sin darse cuenta. Errata Naturae ha diseñado la colección Libros salvajes, dedicada a actualizar la definición de salvaje de Henry David Thoreau. Y entre sus títulos sí se encuentran algunos en los que la naturaleza se identifica con la montaña: Mis años Grizzlies, Un año en los bosques y la reciente Leñador pertenecen a esa categoría. Leñador está estructurado con el aspecto de un glosario en el que Mike Wilson, término a término, da buena cuenta de un mundo al que se exilió por propia iniciativa, y que uno ya creía extinto: los leñadores de las montañas de Yukón. Una estirpe de supervivientes que desafían al territorio, unos tipos rudos y sucios que se encaran con el mito del Beatus Ille, pues para vivir en armonía con la naturaleza tienen que inventar recursos con lo que ofrece un ambiente al que calificar de inhóspito sería utilizar un eufemismo. Su contacto con la montaña es pura acción contra los elementos. Y si seguimos la lectura, encontramos que, efectivamente, viven en la montaña: desde la ventana del altillo de la cabaña de troncos donde se amontonan se ve la cordillera, el río baja con fuerza suficiente como para que el transporte de troncos en almadías sea muy peligroso, el viento desciende desde las cimas como aullidos de lobo, el agua entra en ebullición a noventa grados, utilizan agua de los manantiales de Mount Logan, la montaña más alta de Canadá, e incluso asisten atónitos al espectáculo de alpinistas franceses que acuden a ese entorno para congelarse escalando en hielo. Al contrario que estos alpinistas, los leñadores siguen vistiendo ropa de algodón y lana, calzando botas de cuero, protegiéndose de las inclemencias con la barba o manteniendo supersticiones.
Wilson entra en el género de literatura de montaña, de naturaleza, pero de naturaleza de montaña, como muchas de las páginas de John Muir, como si se preparara para elaborar el guion de una serie documental, con una erudición impropia del rudo solitario. No se le escapa lo que es propio de las montañas del inhóspito Yukón ni en la astrología, la apicultura, la botánica, la etnología, la climatología, la geografía, la historia ni la psicología de una variedad de leñadores de procedencias tan dispares como insólitas. Pero tanto los indios navajos como los escandinavos, los canadienses como los que no poseen pasaporte, se mantienen tan unidos como si se tratara de una secta: anclados en la tradición de los leñadores que se remonta a la época de los buscadores de oro, y relacionándose con las montañas con la dureza exigida, sí, pero manteniendo unas leyes que constituyen, a ojos vista, una auténtica ceremonia. Tal vez este tipo de experiencias, verdaderas o falsarias, falsamente auténticas, sean las que precisa la literatura de montaña para ensanchar, para condensarse como se condensa la literatura del mar. Sólo hace falta que no pensemos en la montaña como territorio exclusivo del alpinismo. Mientras tanto, seguiremos esperando que una novela tan extraordinaria como En solitario, de James Salter, iguale a la leyenda de Moby Dick, o a que aparezca su Joseph Conrad.
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