sábado, 29 de abril de 2017

Mañanas en Florencia

Fuente original: La línea del horizonte

El John Ruskin (1819-1900) que conocemos en este delicioso ensayo, Mañanas en Florencia, es un hombre anciano. Ha masticado muchos amaneceres y el sabor malva del sol a punto de quebrar la noche resbala en su paladar. Es un hombre prudente, que ya escribe con una morosidad sensata, consciente de que invitarnos a acompañarle en este viaje por el arte de Florencia es su mejor acto de bonhomía. Esta cita del Libro de la Sabiduría rige su vida:
Por eso oré y me fue dada la prudencia.
Invoqué al señor y vino sobre mí el espíritu de la sabiduría.
Y la preferí a los cetros y a los tronos.
De ahí que, viendo cerca la muerte, opte por la lentitud. Para él, el arte es el supremo sentido común, ese que crece en la escuela de la admiración silenciosa. A lo largo de varias mañanas, nos acompaña en un recorrido por las principales obras artísticas de Florencia. Pero sobre todo por la contemplación de los frescos de Giotto. Apenas ve, como rodeado del silencio que nosotros precisamos para leerle, un par de cuadros cada día, porque si hay algo imprescindible para comprender lo que estamos viendo es la compasión; es decir, leer la obra como la entendía el artista; padecer, pues, lo que padecen quienes protagonizan la imagen. Antes de la composición de una escena queda la concepción de un hecho.


Mañanas en Florencia está diseñada como una guía para viajeros ingleses. Una guía escrita por un erudito que interpreta con sensibilidad, invitando a detenerse en cada obra de arte cristiano el tiempo necesario. Lo importante es el objeto tratado, descubrirlo. Y para ello se impone alinear la mirada con la del creador. La retórica depurada de Ruskin persuade, porque aúna el oído a la vista. Admira a los apóstoles que inspiraron las obras y a los que inspiraron la fe. Al interés local, con sus interpretaciones para el culto, añade el interés universal del arte. No existe, a su parecer, auténtica decoración sin nobleza. De este calado es su convicción de que la ética y la estética son una misma cosa: “Si os quedáis hasta que aparezcan las luciérnagas del crepúsculo, y os vais a dormir de vuelta a casa, estaréis mejor preparados para el paseo de mañana (…) que en el caso de que vayáis a una fiesta a hablar sentimentalmente de Italia y a oír las últimas noticias de Londres y Nueva York”.
Convencido de que los artistas hacen de la debilidad virtud, Ruskin a su vez hace de su prosa un arte, pues hace que los demás vivamos a través de él. Ruskin interpreta para la humanidad, con una ensoñación necesaria, la que nos interesa compartir como se comparte la buena soledad. O como se participa de la naturaleza, cuyo ejemplo más cabal, más semejante a Ruskin pero referido al paraje natural, sea Thoreau. Aunque en este caso existe también un intermediario: el artista, mayormente Giotto, quien donde otro se hubiera extendido, el “llegó al campo y vio con su sencilla mirada una dignidad inferior”. Aunque no existe dignidad inferior que sea menos valiosa que cualquier otra dignidad.
La última parte del libro está dedicada a las siete ciencias terrenales representadas en la catedral de Santa María: la gramática, la retórica, la lógica, la música, la geometría, la astronomía, la aritmética. Que reconoce en la integración de las figuras en la disposición arquitectónica, o en una arquitectura diseñada para exponer y componer con las ciencias terrenales. Un paseo que gracias a Ruskin es posible volver a protagonizar, dado el imperio de la velocidad que se ha adueñado del viaje.

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