martes, 19 de diciembre de 2017

TORRES DE PIEDRA

Desde el país de nunca jamás
Alma Guillermoprieto
Traducción de Margarita Valencia
Debate
Barcelona, 2011
380 páginas

Torres de piedra
Wojciech Jagielski
Traducción de Francisco Javier Villaverde González
Debate
Barcelona, 2011
350 páginas


Anatomía de los viajes al conflicto

Sale a la luz una colección denominada La Ficción Real, con la cual la editorial Debate rinde homenaje a la crónica como género literario. En estos tiempos la crónica no precisa de una defensa que argumente que se ha constituido, por mérito propio, en un literatura. Basta con leer cualquier libro de Kapuściński, por mencionar al cronista más popular de los últimos años. O también bastaría con acercarse a los clásicos norteamericanos, entre los que se encuentra Gay Talese, el autor del tercer libro con que se inicia la colección, esa obra maestra que se titula La mujer de tu prójimo.

Los dos títulos que acompañan a la obra de Talese son también magníficos representantes de un género que día a día va haciéndose más necesario. En una época en que la información se sucede con el formato y el ritmo de un videojuego, la lectura sirve para detenerse, para iniciar una meditación. Ambos libros se centran en reportajes de viaje, lo cual supone al lector entablar con el texto la distancia que precisa este tipo de obras: la experiencia de trasladarse a otro lugar equivale a la de trasladarse a otro tiempo, lo que facilita que el viaje al conflicto conserve intacta su frescura.

Así, Torres de piedra pasa a ser un libro valiente, pues la osadía es lo primero que alguien admira en un periodista como Jagielski. Este autor polaco, digno heredero de Kapuściński, se adentra en la región olvidada de Chechenia, uno de esos lugares oscuros en el mapa del mundo, apenas conocido merced a algún delito de sangre. “El Cáucaso no es más que un polígono de tiro en el cual hacen carrera los políticos rusos”, dirá uno de los entrevistados. Chechenia es un país sin ley, un territorio en el que la perplejidad del viajero, ese ¿qué hago yo aquí?, se revuelve contra el lector. Al fin y al cabo, uno no puede dejar de preguntarse qué se le ha perdido a Jagielski allí. “Conseguir ser testito de un suceso de principio a fin no resulta nada fácil, y menos aún contemplarlo todo desde ambos lados de la barricada, tener una visión completa del hecho, para así depender únicamente de las observaciones e impresiones propias”. Y más complicado aún resulta cuando este hecho es tan enorme como una guerra. De ahí cierto extrañamiento que emana del reportaje, incrementado por la estirpe de personajes que van saliéndole al paso: desheredados, desahuciados, combatientes sin romanticismo, dirigentes perdidos en un mundo perdido. Más que en ninguna otra obra, más, incluso, que en los ensayos de Edward Said, en Torres de piedra queda patente que el camino de Oriente y el de Occidente son paralelos.

El noble intento de Jagielski es el de sacar a este territorio y a esta guerra del oscurantismo. Y el planteamiento es la necesidad de que esto suceda, pues no hay personajes en esta obra, sino personas, gente que bregan por encontrar sus dignidades: la dignidad del perdedor, la dignidad del hambre, la dignidad del soldado. Y estas dignidades se confunden, con frecuencia, con los códigos de honor, y se identifican, gracias a los planteamientos de Jagielski, con la memoria. Si ser humano significa poseer memoria, los habitantes de Chechenia se ganan este apelativo a fuerza de luchar por una libertad casi imposible de definir. Al parecer, existe un robo de la libertad, pero también un miedo a ser libres, lo cual implica llevar a todo un pueblo en un naufragio a la deriva. Apenas alguno de los individuos con que se topa, gente peculiar y divergente, se atreve a enunciar principios sobre los que podría construirse la libertad del pueblo, un estado.

Jagielski se erige en testigo de la injusticia al reflejar el territorio desconocido en que habita gente que ha perdido su mundo. De su narración de los hechos se deduce ese grito que pide una voz para el que no la tiene, para una gente que tiene el carácter del lobo, un animal tan temido como admirado. Y al mismo tiempo, no renuncia a su papel de periodista a la búsqueda de una explicación. De ahí sus indagaciones geopolíticas que alternan con el viaje, unos reflejos históricos que ponen sobre el tapete la distancia tan enorme que existe entre la realidad a pie de guerra y las caprichosas estrategias de algunos dirigentes. Torres de piedra es un libro poliédrico, en el que no se renuncia ni al relato de viajes ni a la historia contemporánea, en el que se pretende explicar informando. Pero sobre todo es un relato demoledor en el que todo su contenido se aboca a unos capítulos finales por los que deambulan, con su presencia excéntrica, ruinas humanas, la derrota sin paliativos ni dignidad, y la peor exégesis de la depresión.

“La fe revolucionaria es dura, y exige sacrificios absolutos: la danza me pareció de repente una disciplina frívola”. Y con esa motivación Alma Guillermoprieto, una de las mejores periodistas vivas, razona el abandono de su carrera como profesora de baile para afrontar necesidades como la de “entender la violencia –y la indiferencia ciudadana ante ella-“, que, apunta, parece haber sido el sino de los latinoamericanos. Y, también, para “conocer los sueños y padecimientos de los nuevos ciudadanos latinoamericanos bajo las condiciones de una modernidad que nunca acaba de llegar”.

Desde el país de nunca jamás es una recopilación de las crónicas que Guillermoprieto ha escrito a lo largo de treinta años, todas ellas vinculadas a América Latina, y todas con el conflicto como eje narrativo. No importa si este conflicto toma la forma más descarnada, como una masacre en El Salvador, o explota alguna versión algo cutre de la vida cotidiana, como la neurosis colectiva que produce el asesinato de una actriz de telenovela brasileña.

Se presenta el libro como una suerte de patch-work social y político, en el que se retrata toda América Latina: desde un Fidel Castro fiel a sus principios y una Cuba bipolar, a los repudios por el horror de la sangre y todo lo bélico; desde la rebeldía juvenil a la literatura; desde las diferentes cataduras morales de los demagogos, gobernantes y empresarios, a la lucha de clases y la lucha étnica; desde lo más pintoresco a la teología de la liberación. De toda esta colección de retazos se decanta la esencia del proyecto literario de Guillermoprieto, que es la búsqueda del hombre decente. Una búsqueda que incrementa su voracidad intrigante al producirse en un territorio en plena formación, al estar retratada por alguien que está siendo testigo de la evolución de buena parte del planeta. Interesa, pues, que este cronista sea un reportero libre. Y esa es la impresión que da Guillermoprieto, la de alguien que se limita a registrar, hasta el punto que al describir imágines, algunas colmadas de horror, se diría que practica puro voyeurismo: apenas existen los recursos literarios en su prosa.

El estilo es tan sobrio como difícil, uno de los puntos fuertes de sus crónicas. Al leer sus reportajes, uno tiene la impresión de que una crónica no puede ser nada más que esto: alcanzar al lector como si se estuviera dirigiendo a su mejor amigo y necesitara informarle con velocidad, pero con paciencia. Su principal herramienta de trabajo parece ser la memoria, más que el cuaderno de apuntes. Las definiciones de los personajes están condensadas en muy pocas palabras –“Evita no era una persona, sino un gesto hecho cuerpo”, dice para definir a la mujer de Perón-. Las intervenciones de los entrevistados toman forma de diálogos naturales, integrados en un texto mayor, y sólo se recurre a ellas cuando no queda más remedio. Y no existen otros juicios morales al margen de los que el lector pueda extraer de lo narrado, porque, por ejemplo, ¿qué tipo de juicios morales son necesarios emitir cuando se habla sin veladuras de los crímenes de Ciudad Juárez o de la matanza de El Mozote?

Leyendo estos libros que ahora Debate pone a nuestro alcance, cabe plantearse si frente al reportaje cualquier otro género literario no empalidece. O, por utilizar la expresión de Guillermoprieto, no puede parecernos una disciplina frívola. Y, sin embargo, al mundo sigue faltándole poesía.

 


Fuente: Quimera

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