martes, 11 de septiembre de 2018

CONFINES


Confines

Javier Reverte
Plaza y Janés
Barcelona, 2018
302 páginas


Contando la cifra mágica que duplica la edad en la que murió Alejandro Magno, es decir, sesenta y seis años, sabiendo que hay más pasado y que la maldición del futuro a la que tendremos que asistir no llegará a verla, Javier Reverte se embarca en dos viajes a los extremos norte y sur del planeta. Su suerte, el espíritu con el que emprende los viajes, es la que resume una de las personas que le acompañan cuando cita a Paul Valéry: “El problema de nuestro tiempo es que el futuro ya no es lo que fue”. Desde Sócrates se viene repitiendo esa sentencia. Pero en este caso, y sobre todo a lo largo del primero de los viajes, el que le lleva hacia las banquisas nórdicas, es algo más que poético, es algo más que melancolía. Javier Reverte escribe con la facilidad a las que nos tiene acostumbrados, y con diferentes estrategias en cada uno de los trayectos.
En su viaje al norte, que le lleva a las islas Svalbard, y unos cuantos kilómetros más allá, está acompañado por científicos, expertos en el clima, expertos en la predicción del apocalipsis. El futuro, pues, condiciona todo lo que ve, todo lo que hablan, todo lo que narra. Ese tamiz de paraje al borde de desaparecer le hace apreciar más la belleza de cualquier encuentro polar, de los horizontes y los osos o las ballenas. Mientras nos describe en qué consiste un territorio sin tierra, relata lo que aprende de los científicos, su pesimismo en cierto modo lírico, pues pretenden disfrutar mientras exista. Y también alguna de las historias más atractivas de la conquista del Polo Norte. En este caso, pasan por ser anécdotas, son bastante esquemáticas, pues el viaje resulta de un interés lo bastante grande como para no precisar de sus crónicas sobre los demás. Y está, también, como en todos los viajes de Reverte, la presencia de una persona muy especial. Se trata de la cocinera del barco, una mujer condicionada por una vida en la prisión blanca. Lo que para Reverte es un gozo, para ella es la resignación. Sus charlas interrumpen, con suerte, el relato del viaje. Y nos dejan la impresión de que la edad de Reverte ya le da derecho a ser él quien termine las conversaciones.
Sin embargo, su segunda travesía es una narración bien diferente. Reverte viaja al sur de la Patagonia para embarcarse en un pequeño crucero, que cuenta con tan solo cuarenta pasajeros, que atravesará el Cabo de Hornos desde Chile a Argentina. En esta ocasión el paisaje no es tan hermoso. La dureza de las condiciones meteorológicas obliga a Reverte a mirar más hacia otros lugares que a su desplazamiento. Nos habla, sí, de lo que le sale al paso, pero aquí el protagonismo lo tiene la historia. Ya no se trata de anécdotas que intercalar, sino de relatos al servicio de la Tierra de Fuego. Desde Darwin y Fitz Roy, hasta la supervivencia de algún misionero evangelista, cualquier intento de colonización, incluida la aniquilación final de los aborígenes, da pie a una narración tensa y bien trazada. Estamos en un lugar tan inhóspito que respirar al aire libre durante unas pocas horas será una hazaña. Y la de esta gente merece ser narrada y divulgada. Se trata de pequeñas obras maestras del periodismo que se cruzan con sus dos compañeros particulares en el viaje. Por un lado, está el fotógrafo chileno que debe acompañarle para escribir el reportaje que le encargó una revista; un tipo que se atreve a cruzar la línea de ser un gamberro, un tipo divertido en pequeñas dosis. Y por otro el líder del resto del grupo de turistas, una excursión de miembros del Opus Dei. Los diálogos aquí son breves, pero se impone algo que agradecemos mucho, algo de lo que está bien falto el mundo: el respeto. Un respeto real, nada de convenciones sociales. Cuando el futuro ya no es lo que fue, incluso puede que no exista, uno puede tratar con respeto a sus compañeros en este viaje que es despertarse cada día, y tratar con el respeto con el que siempre ha tratado Reverte al lector.

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