martes, 31 de octubre de 2017

FLANN O'BRIEN

La vida dura
Flann O’Brien
Traducción de Iury Lech
Nórdica
Madrid, 2009
202 páginas

En Nadar-dos-pájaros
Flann O’Brien
Traducción de José Manuel Álvarez
Nórdica
Madrid, 2010
316 páginas



De todas las citas con las que se publicitan las novelas de Flann O’Brien (1911-1966), publicadas por Nórdica a lo largo de los últimos años, sin duda la que se lleva la palma es el piropo que dedicó Dylan Thomas al libro más ambicioso del escritor irlandés, En Nadar-dos-pájaros: “Este es justo el libro que uno puede regalar a su hermana si es una chica borracha, sucia y malhablada”. Así expresado, uno puede creer que al abrir estos volúmenes se va a encontrar con una especie de predecesor de Bukowski, una novela repleta de costras de alcohol y calzoncillos sucios por el suelo del apartamento. Sin embargo, cuando uno empieza a leer a O’Brien, comenzando por las novelas publicadas con anterioridad –El tercer policía, La boca pobre y Crónica de Dalkey-, el lector se da cuenta de que se encuentra, en primer lugar, frente a un fino estilista, alguien que utiliza el lenguaje con la precisión de un bisturí, y en segundo lugar que su sentido del humor se asemeja más al de los absurdos imaginados por Boris Vian que al grotesco del alcohólico americano. Al igual que hizo el escritor francés en obras como La hierba roja,  El Arranca-corazones e incluso en La espuma de los días, O’Brien nada en un delirio similar al de los sueños en todo, excepto en la organización de un plan previo. En El tercer policía, por ejemplo, se pretende llegar al mundo de la pesadilla a través de un humor del absurdo en ocasiones tan gamberro como el de los hermanos Marx, y a esa demoledora impresión de asfixia se llega por acumulación de desatinos; partiendo de lo cómico, de la burla, se alcanzará lo macabro. De esa índole es la coherencia de esta obra, esta metáfora de una vida que nos desborda. En Crónica de Dalkey, la experimentación narrativa y la piromanía están al servicio de la parodia de un país, Irlanda, católico, puritano y con una tradición céltica y mágica, algo que se reproducirá, también, en En Nadar-dos-pájaros. Si escribió La boca pobre en gaélico, fue para profundizar en la sátira de la autocompasión que en ocasiones puede desprenderse, a juicio de O’Brien, del carácter irlandés; de ahí, por otra parte, la influencia de la narrativa picaresca en este relato, en el que se suceden las desgracias fruto del azar, que es la verdadera expresión del destino.
De nuevo recurrirá O’Brien a un arranque propio de la novela picaresca para afrontar la narración de La vida dura, acaso la menos pretenciosa de su obra: dos hermanos son abandonados por su madre y adoptados por un familiar cuya inocente locura contiene rasgos religiosos y puritanos, un fanatismo rígido que igualmente le impulsa hacia la bonhomía. Conocemos la historia a través de la voz del pequeño de los dos hermanos, que actuará de testigo de los hechos que protagonizará el primogénito, unos actos descabellados, sin otra malicia que la de salir para adelante en la vida a base de ingenio. El mayor de los hermanos, verdadero protagonista de la novela, se irá convirtiendo en un estafador, en un embaucador repleto de ocurrencias tan disparatadas como impartir cursos de funambulismo por correspondencia, lo cual dará pie a que O’Brien haga un descomunal despliegue de imaginación al reflejar cómo vende humo su criatura. Y es que el delirio será, nuevamente, una fuga de la vida real. Al igual que lo serán esas conversaciones pedantes, llenas de un patetismo de corte religioso o eclesiástico muy barato, esa teología de andar por casa en la que se enfrascan el párroco y el tío de los protagonistas, carente de atributos intelectuales o sentimentales. El sentido cronológico del relato, en el que se respeta el orden biográfico, lo transforma en una novela de iniciación, dato que comparte con la picaresca, pero también es parte fundamental de la morfología del cuento clásico: salir al mundo y descubrirlo. Y vuelve a estar presente esa impresión de denuncia, esa sátira hacia una Irlanda desplazada por su vecino imperial, que se ve a si misma como el patio de atrás del Reino Unido, de los irlandeses que se sienten desplazados, domados, grises, que pasan la mayor parte de sus horas bebiendo. La mayor pega que tiene esta divertida novela es el exceso de confianza que muestra su autor en que sus propias ocurrencias basten para sostener las doscientas páginas del relato. De ahí ese carácter de obra menor con el que se ha calificado a La vida dura dentro de la obra de O’Brien, pues se echa de menos la atmósfera sin oxígeno de alguna de sus otras novelas, o las complejas trampas cruzadas presentes en En Nadar-dos-pájaros.
Esta última, En Nadar-dos-pájaros, es, posiblemente, su novela más ambiciosa y su esfuerzo literario más pegado a la literatura. Tal vez demasiado pegado a la literatura: una narración en la que no sucede nada (“la conversación adquiere carácter de ensueño; y la acción de sonambulismo”, dice Eamon Butterfield en su prólogo), en el que el discurso delirante parece estar siguiendo los planes de la casualidad, un laberinto con tres comienzos y tres finales para desplegar toda una erudición en función de la parodia de un país, Irlanda, del que no se salva ni siquiera un texto tradicional del siglo XVII como El frenesí de Sweeny, un gigante que vive en el bosque y que puede dar saltos que son auténticos vuelos, una metonimia de la tradicional narrativa mágica céltica. Pero no es una crítica a su país lo que O’Brien plantea; más bien se limita a abrir un debate, a cuestionar los respetados pilares sobre los que se cree haber construido una identidad cuya solidez se tambalea ante la falta de respeto que muestra por las ideas heredadas como bienes absolutos. Hay tanto amor como sorna en cada una de sus descripciones, en cada una de sus enumeraciones.
En realidad, y partiendo de esta tradición o de la idea de que un tipo escriba un libro sobre otro escritor que vive en un hostal rodeado por los personajes que él mismo ha ido creando, se trata de una novela metaliteraria, de una experimentación en la que se diseccionan todos los meandros que la metaliteratura ha podido recorrer, lo cual explica los elogios que le dedicaron autores como James Joyce o Borges, pues no se renuncia a las reflexiones sobre la función de la novela, ni al intertexto o al debate sobre el plagio o al homenaje poético, ni a la presencia del autor dentro de la obra compartiendo vida con los personajes, ni a la interpretación de los hechos que protagonizan en digresiones o divagaciones de apariencia gratuita, ni a los saltos en la voz narrativa. Sería demasiado recurrente referirse aquí a las matrioskas como al andamio de la novela expuesto al público, pero es inevitable hacerlo. Los fragmentos que componen esta novela son de muy diversa índole, y su ilación es idéntica a las costuras de los sueños. Pero de nuevo O’Brien vuelve a caer en el efecto de la obra anteriormente reseñada: esa ironía como forma de saber, ese exceso de conciencia intelectual trasladada a la comedia, se prolonga demasiado; la novela no decae ni pierde el interés para quien aprecie este tipo de literatura, pero para el resto de los lectores trescientas páginas de un texto frío terminan por ser una experiencia que requiere un trabajo innecesario. Sea como sea, llegue a donde llegue el lector, el esfuerzo habrá merecido al pena.
Aunque resulte una conclusión sorprendente, hay cierto existencialismo latente en la lectura de estas cinco novelas. No se trata de reflejar el absurdo de la vida, de indagar en si esta merece la pena ser vivida o no. Leídas una detrás de otra, uno no deja de cuestionarse si esa pregunta no se la hacía el propio O’Brien todas las madrugadas, en el momento de apagar el despertador. De ahí que huyera al delirio al igual que el hombre inmerso en una depresión huye de la realidad durmiendo, refugiándose en el sueño y en el espejismo cómico. Es en este sentido en el que O’Brien se muestra muy superior a Boris Vian, el escritor con quien le comparábamos al inicio de esta reseña, siempre más pegado a sus personajes, a sus historias de amor, y con una visión menos periférica del resto del mundo cuando afrontaba sus ficciones.


Fuente: Quimera

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