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martes, 5 de diciembre de 2017

EL OLVIDO QUE SEREMOS

EL PAPEL DE LA MEMORIA



La literatura es una serie de garabatos que tienen la capacidad de engañarnos hasta límites exagerados. No hablamos de monstruos y dragones ni de ciencia ficción, sino de un narrador que es capaz de hacernos creer que es capaz de prever lo que sucederá, cuando lo que sucederá es algo que sucedió veinte años antes.




miércoles, 22 de noviembre de 2017

EL DESCONCIERTO

El desconcierto

Begoña Huertas

Rata:_Books
Barcelona, 2017
205 páginas


Este es el único género literario del que nunca se ha anunciado su muerte: el testimonio. La literatura testimonial atraviesa todas las épocas de la historia para dar fe de una enfermedad que puede tomar la forma de un duelo o una esquizofrenia. Desde las Coplas a la muerte de mi padre, de Jorge Manrique, a Quiero dejar de ser un dentro de mí, de Birger Sellin, los que han conseguido recurrir a lo literario para salvar el exceso de sensibilidad, para evitar lo cursi, merecen la pena. La enumeración es arriesgada y en ocasiones no apta para todos los estómagos, aunque debería ser obligatoria para todos los corazones. El frío, de Thomas Bernhard, es incuestionable como referente. Al igual que lo es Ebrio de enfermedad, de Anatole Broyard, una obra con la que no comulga Begoña Huertas posiblemente porque cada libro requiera su momento, y el de Broyard es tan contundente que existen pocos momentos en los que leerlo. La carta de despedida de Oliver Sacks o Mi cuerpo también, de Raquel Taranila, toda una sorpresa que ya ha pasado a la estantería de libros favoritos, son otros referentes actuales. Como lo es Luz en las grietas, de Ricardo Martínez Llorca, tal vez el mejor de los testimonios sobre una enfermedad crónica y congénita que se ha escrito en nuestro país.
Pero Begoña Huertas no detiene su indagación ahí. Los diarios de Katherine Mansfield, la obra de Proust, La muerte de Iván Ilich, de Lev Tolstói y unos cuantos ensayos, algunos que nos veremos obligados a leer tras la sugerencia de Begoña Huertas. A todos ellos, se suma ahora este desconcierto, una obra escrita cuando la autora ha recuperado fuerzas tras superar, al menos superar en términos clínicos, un cáncer de colon. Durante el proceso en el que se quebró, odiaba un cuerpo débil y una cabeza extenuada no le permitía resurgir. La meditación, cita a Ramiro Calle como maestro, por ejemplo, terminó por venir en su auxilio. Así como la compañía de algún ser querido y la literatura. Y el placebo que supone encontrar un buen profesional de la medicina, no por sus habilidades profesionales, sino por las humanas.
Negando la filosofía de la superación, eso de si quieres puedes, porque termina por culpar al enfermo que no consigue superar su mal, afronta los días y las noches de desconcierto. Es mejor no pensar. O tal vez sí. Es mejor dejar que el cansancio te suceda o tal vez es mejor luchar contra él. Begoña Huertas relata sin lucirse, con sencillez, guiándose en la medida de lo posible por lo cronológico, para dar coherencia al texto, y por la memoria, que es lo menos cronológico que existe, pero sin cuya existencia no sirve de nada el testimonio. Uno tiende a pensar que estos libros ayudan a cauterizar al escritor. Nada más lejos de lo que sucede. Quien los escribe, como confiesa Begoña Huertas, no sabe para qué sirven. Pero los escribe por la misma razón por la que no deja de lavarse los dientes. Los escribe como rasgo de humanidad, de civilización, con el deseo de seguir siendo un ser sensible y saberse vivo.
Por lo demás, durante la lectura de El desconcierto, uno siente con frecuencia la tentación de llamar a Begoña Huertas pues son muchos los interrogantes. Están los existenciales, cuyas respuestas, según se nos refiere, van aproximando cada vez más la filosofía del lejano oriente a la psiquiatría moderna. Pero están las preguntas al uso. Recordamos, ahora, un pasaje en el que menciona la inexistencia de protagonistas enfermos en las obras de ficción literaria. Excepto en La muerte de Iván Ilich. Y se nos ocurre pensar en que la ficción ha tratado la enfermedad por fuera, como una metáfora de la personalidad. En ficción, la descripción física de una persona nos habla de su psicología o contrapsicología. Pero sí existen obras en las que las mutilaciones de los protagonistas son esenciales. Pensamos, a bote pronto, en La piedad peligrosa, de Stefan Zweig, o en alguno de los personajes de Carson McCullers. De eso, y de otras muchas cosas, nos gustaría hablar con Begoña Huertas, porque nos habla en este libro como si fuéramos sus compañeros.

jueves, 16 de noviembre de 2017

Luz en las grietas... mi reseña favorita

LUZ EN LAS GRIETAS



Ricardo Martínez Llorca se enfrentó en 2015 a la frontera de los 50 años de un modo excepcional. Pocas personas de 50 años tienen razones para sentirse viejas; el autor de esta confesión, de estas memorias, sí. Además de exponernos el dolor de un vejez prematura, de una tortura física peor que la de una extrema vejez, este libro nos pone a dialogar con la pérdida en casi cada página. Es pues un libro sobre el dolor y sobre el duelo: el dolor que Martínez ha combatido toda su vida, debido a los efectos de una dolencia cardíaca grave; y el duelo por la muerte de su hermano pequeño, David, su hermano más querido, en los Alpes hace muchos años.
De hecho vamos leyendo el libro creyendo que veremos satisfecho el suspense gracias al relato de esa muerte omnipresente, pero descubrimos después que no, y también por qué no. Martínez Llorca contó esa historia en otro libro titulado Tan alto el silencio, su primer libro, escrito hace veinte años.

En las primera páginas descubrimos ya a un autor con mucho fondo, que ha vivido y reposado sus experiencias, que tiene derecho a afirma que “un álbum de fotografías es más solido que el cuerpo”. Y en seguida leemos estas sabias palabras: “tengo la suerte de seguir soñando con las montañas”, dice sabiendo que sólo se puede soñar lo que no se puede conseguir. La montaña ha sido la salvación de este escritor, porque representa la belleza, “la única forma de combatir el mal”, la luz y el frío, “la química que me ha sostenido”.He escrito dolorduelo y pérdida al buscar las “etiquetas” de esta obra, pero se impone una que las supera a todas: soledad. La soledad es el estado, efecto de esa enfermedad del corazón que acompaña al autor desde su útero, que le apartó el primer día de vida del resto de la Humanidad. Crece el niño Ricardo sin saber que está enfermo, y no comprende por qué se derrumba, con las pulsaciones disparadas y fuego en el cuerpo, cuando acaba de empezar a correr con sus compañeros de colegio para cumplir un castigo. Mientras los demás saltan y ríen, él se esconde para soportar mejor su humillación. No poder seguir el ritmo de los demás, pero asumir a la vez la sentencia paterna de que no está enfermo, parece resolverse en una voluntad de hierro de Martínez, que se ha empeñado siempre en forzarse hasta el límite y llevar una vida de deportista mucho más intensa que la de la mayoría de la gente sin problemas de corazón: ser un solvente escalador, por ejemplo. Pero entre su lucha física y la normalidad de los compañeros que superan con menos esfuerzo las mismas metas y mayores, el autor descubre de bien joven cómo cultivar su soledad. La literatura. Por eso Luz en las grietasnos ofrece una confesión de escritor: qué libros y qué autores han nutrido y acompañado al profesor de dibujo, al viajero y aventurero, al escalador y escritor que es Martínez Llorca.
Hay no pocos momentos impactantes en la historia que nos cuenta Ricardo. Desde el primero de ellos, uno ya ha comprobado que su escritura es ambiciosa, sólida, y que dispone de un bagaje y un paladar exquisitos. Homero, por ejemplo, resuena cuando se menciona “el deseo de heredar la armadura del ser querido”. Áyax hereda la de Aquiles y Ricardo emula la ropa de  montaña de su hermano David. En el alma de este libro, está el trauma de saber que no puedes defender a tu hermano de los matones del colegio, por culpa de tu debilidad, como no pudo Scottie Ferguson salvar a Madeleine en Vértigo por su acrofobia. Ricardo no pudo estar cerca de su hermano en el momento del accidente que le costó la vida, pero la lectura de este libro nos depara una segunda oportunidad. Un personaje de Conrad es definido al principio como el mayor héroe de la historia de la literatura, el Ransome de La línea de sombra, el débil de la tripulación, que afirma “he tenido siempre un miedo horrible a mi corazón, capitán”. La gesta de Ransome, alma gemela de Ricardo, alienta la vocación de supervivencia de la admirable vida del autor de la Luz en las grietas.
Esta es la clase de obra que nos hace más humanos, porque nos da a conocer el dolor de otros. Es dura, hermosa, reveladora. Valiente: el autor llora el desamparo familiar. Y aunque con solo 50 años dice haber renunciado al éxito literario, Luz en las grietas debería alcanzar a muchos miles de lectores.

Sobre el autor

Román Piña Valls
Román Piña Valls (Palma de Mallorca, 1966) fue responsable de la revista literaria trimestral 'La Bolsa de Pipas' (1995-2016), y lo es de la editorial Sloper (creada a finales de 2007). Entre sus novelas se encuentran 'Gólgota' (Premio Camilo José Cela Ciudad de Palma 2005), 'Stradivarius rex' (2009) y 'El general y la musa' (2013). Obtuvo el V Premio Desnivel con 'Viaje por las ramas, divagando por la Stiria austriaca' (2004). Piña ha publicado en 2014, junto a Miguel Dalmau, 'La mala puta. Réquiem por la literatura española' (Sloper). Sus últimos libros son las novela 'Sacrificio' (Editorial Salto de Página) y 'Y Dios irrumpió de buen rollo' (Sloper), ambos en 2015, y el poemario 'Los trofeos efímeros' (2014).

sábado, 4 de noviembre de 2017

APUNTES SOBRE EL SUICIDIO

Apuntes sobre el suicidio
Simon Critchley
Traducción de Albert Fuentes
Alpha Decay
Barcelona, 2016
110 páginas

“Navegar es necesario, vivir no es necesario”



Para la mayoría de las personas, cínicos de barra de bar, no hay problema que no se solucione con una doble ración de whiskey. Engreídos, ante cualquier circunstancia tienden a alzar los hombros indicando que con dejar que pase el tiempo lo que sea que se haya torcido volverá a su cauce. Pero cualquiera con medio dedo de frente dudaría antes de certificar que el whiskey es razón suficiente para justificar una vida. Aunque tal vez no baste el whiskey, sí sobrarán pequeños milagros cotidianos, desde el aroma de canela y las fresas con nata al beso de un niño o el sol de invierno, o el mar y las olas. Esa es la conclusión a la que llega Simon Critchley (Nueva York, 1960) en este breve ensayo que cabe colocar en la estantería junto a los mejores apuntes sobre el suicidio, a saber: El mito de Sísifo, Levantar la mano sobre uno mismo o algunos aforismos de Cioran que acompañarán a Camus y a Jean Améry. Y para llegar a esa conclusión, lo primero que hace, su decisión más significativa, es aislarse en una casa con vistas al océano para escribir este libro. El libro es una experiencia circular que va de lo vivido a lo vivido.
Aunque la mayor parte del aparato lógico es conceptual. Critchley comienza enunciando las ciencias que han influido en nuestra relación con el suicidio –la moral, la psiquiatría, la lingüística, la sociología- y sus expectativas personales antes de comenzar la investigación. Estas tienen que ver con los límites de lo que uno puede soportar, unos límites que debemos comprender de manera empática, compasiva, recurriendo a la introspección. Pues en los asuntos que conciernen a la muerte no tiene más valor el parecer de un catedrático que el de los labradores. Al fin y al cabo, nada hay más universal. Eso sugiere antes de hacer que resuenen las fuentes religiosas, monoteístas, que maldicen la muerte voluntaria. Critchley comienza aquí un juego de paradojas, aporías y razonamientos sobre la soberanía y la libertad, el amor y la donación, exponiendo contradicciones en un juego intelectual de un profundo ingenio. Baste como ejemplo el que él expone: el mismo Jesucristo eligió la muerte y es la figura más importante de una de las religiones con más seguidores.
Pero no existen únicamente argumentos religiosos. Critchley da un buen repaso a ese ser compartido que es cada una de nuestras existencias, valorando que cada relación humana es una libertad, no una atadura. Por tanto, lo que tenga que ver con el derecho a la vida concierne a la comunidad, que sustituye a Dios en este capítulo. Critchley llega a preguntarse si la comunidad llegaría, en algún caso, a tener derecho a decidir sobre la vida de cada uno de los que la componen.
Y así llega a la parte más interesante, por ser la más propia, la más original, que consiste en reflexionar sobre el suicidio a partir de las notas de suicidio. Sin concluir nada con certeza, expone cómo conviven en la muerte la depresión y el exhibicionismo, en frases que magnifican la autocompasión o la superioridad moral o la venganza. Aunque escasos, da cuenta de testimonios de lucidez. Aunque sólo fuera por descubrir dichos testimonios merece la pena leer este libro sobre esas sensaciones que acompañan a los suicidas y que no se fabrican fuera del corazón humano. Lo cual lleva a la intuición de que es el suicidio lo que nos distingue de lo no humano: a su juicio, además del terror hay en el suicidio “una belleza extrañamente compulsiva”. Hay que ser muy valiente para adjetivar así esa grave realidad. Hay que ser un maestro, un artista de las depresiones, un perito de la condición humana.


Fuente: Quimera

jueves, 19 de octubre de 2017

EL DUELO ES ESA COSA CON ALAS

El duelo es esa cosa con alas
Max Porter
Traducción de Milo Krmpotic
Rata Books
Barcelona, 2016
140 páginas

¿Por qué existe un Dios padre y un Dios hijo, pero no un Dios hermano? De hecho, los dioses creadores, los dadores de vida son padre o madre. ¿Por qué no otra categoría de progenitor? Sencillamente, porque en los vínculos verticales directos, padre o hijo es lo más próximo. La relación contiene mucho de vertical: qué es lo que supone ser padre, ser maestro en el arte de vivir, o qué es lo que supone ser hijo, aprender en el arte de vivir. Como diría el pitufo gruñón: paparruchas. Un buen padre no cesará de aprender de sus hijos. Un buen hijo aprenderá fuera del entorno de sus padres en qué consiste eso que es querer y ser querido. Al final, de eso es de lo que trata este libro.
Escrito a tres voces, con alguna interjección final, en la coda, el libro es la descripción de un duelo que no se atreven a compartir el padre y sus dos hijos. La madre ha muerto y la farsa para conservar la familia comienza. De hecho, existe una tercera voz, la de un cuervo. Las referencias al cuervo son claras. El cuervo es Poe y el cuervo es gótico. Pero en este caso es un cuervo astral, algo que suele tomar, más bien, la forma de una paloma. Así pues, las tres voces representan a la Santísima Trinidad: padre, hijo y espíritu santo. Pero no es un libro sobre lo divino. De hecho, sin saber muy bien cómo lo consigue, Max Porter ha escrito un libro con un lenguaje muy físico. Porter escribe con el cuerpo, no con la cabeza.
En lo tocante al padre y a los hijos, la voz es menos metafórica que la del cuervo. Pero ese cuervo, que es el espíritu de la madre, es lo único que les queda de ella, o que creen que les queda de ella. Al menos durante la primera y casi toda la segunda parte del libro. Si pierden el cuervo, pierden lo que queda de la mujer y de la madre. De ahí que los hijos actúen, siendo críos, fastidiando al padre al reproducir los actos que molestaban a la madre. Y que el padre confiese, una y otra vez, que no puede con todo. En algún momento, llega a volcar la violencia contenida contra sus hijos, como al narrarles cuentos espantosos a la hora de acostarse. Los dos, porque los hijos son una voz unida, subliman su malestar como pueden y lamenta no tener más capacidad de control.


No es el tiempo que pase, sino el hecho inevitable de crecer, en sentido literal y de aprendizaje, lo que implica que puedan volver a sonreír, sinceramente, un día. El cuervo irá desapareciendo, esa voz que ve la vida desde el lado de la muerte, para quien todo resulta espantoso. Y así se va completando el duelo, gracias a lo que conocemos como aceptación. Perder a un ser querido es algo que sucede siempre, porque siempre estará ahí su ausencia. Si uno se arriesga a vivir, llegará a saber hacerlo sin que esa tristeza le impida saborear una copa de natillas.

Fuente: Culturamas

domingo, 15 de octubre de 2017

LO QUE ESCUCHA LA LLUVIA

Lo que escucha la lluvia
Francisco Solano
Periférica
Cáceres, 2015
115 páginas
15 euros

La marca del olvido

Las novelas río, esas inmensidades que comienzan en Proust y acaban, por el momento en el sueco Karl Ove Knausgård, enlazan la idea de esa absurda pretensión que mantenemos de pretender, de estar convencidos de seguir siendo la misma persona, por mucho que pasen los años. La hierba se ha vuelto roja cientos de veces, pero nuestra mirada mantiene la calidad poética que roza la desnudez, lo traslúcido o la fatigosa rémora de un sedimento de barro. Cientos de páginas son reflejo de una obsesión por la memoria que no cesa, a pesar de la cual las mutaciones no alteran el corazón que desgarrado de amor sigue latiendo. El polvo se posa sobre los anaqueles y las magdalenas saben a infancia. El reto es largo, como el arte, a pesar de que la vida siga siendo corta.
Sin embargo, Francisco Solano (La Aguilera, Burgos – 1952) escribe un libro de menos de cien folios en Times New Roman a espacio y medio, y consigue incluir en él toda esa referencia al polvo de la memoria. La prueba del ADN no es necesaria para recuperar científicamente una identidad, porque para eso está la literatura. Lo que escucha la lluvia podría catalogarse como literatura del yo, autoficción, autorretrato, reflexiones o como una combinación de géneros. Pero es básica y únicamente algo más importante que eso: es un testimonio. Lastrado por la muerte de un padre que no llegó a conocer lo suficiente como para que su imagen quede grabada en la memoria, Solano demuestra que incluso sin recuerdo existe el estigma. Como si fuéramos más olvido que memoria, o como si los instantes concretos que de vez en cuando evocáramos pudieran enviarse, sin ambages, al exilio. En el exilio también se encuentra su propio ser, ajeno al cuerpo que le encierra, un gesto de extrañeza que nos acompañará a todos hasta la fosa común. Porque ahí es donde pretende quedarse, donde es uno más.
Consciente de lo paradójico que es pretender pasar inadvertido al tiempo que se escribe sobre ello con intención de que el testimonio lo lean conocidos y extraños, Solano escribe con sobriedad y con una melodía que resuena como en las bóvedas de crucería, un desahogo contra la adversidad. Asiste a lo cotidiano como espectador, en tanto que el niño que hacía barquitos de corcho se halla ya en el estrato en que habitan los ángeles. Más que el éxito de una literatura psicoanalítica, Solano se entrega a la terapia transacional, esa en la que intentamos descubrir que parte de nosotros es hijo, adulto, padre. Como en toda terapia, la parálisis se produce. Una parálisis que se rompe como consecuencia de la relación de palabras que componen un hermoso texto, y no debido al movimiento físico. El hijo es el niño apartado que comprueba que su barco se hunde; el padre existe en un plano que no aparece en la novela y que debemos dar por supuesto como algo astral. En cuanto al adulto, yo soy el otro, nos indica, yo soy el que me acompaña, el que se extraña de la carcasa que es el cuerpo que no produce ni habla: “Al despertar, nada es menos imprevisible que el asombro de conservar la misma identidad”. Tal y como está organizada una frase tan meditada, asombro e imprevisible no parecen ser un oxímoron. Pero lo son. E incluso son algo más: son una aporía que es, a su vez, una paradoja, dada la facilidad con que nos reconocemos en ella. Otro tanto ocurre con sugerentes ideas como esa de confesar que somos o hemos sido “todo un programa, si bien se mira, que constituye el basamento sobre el que construir una elegía”. Pero no se trata de uno de esos libros dispuestos a confundirnos hasta la melancolía. Lo que escucha la lluvia tiene una cadencia de adagio, sí, pero ideas que ayudan a comprender que no es tan difícil justificar que la vida merece la pena: “Nadie se despide nunca, nada se pierde, llamamos pérdida a un vacío deslumbrante”.


Fuente: Culturamas

martes, 3 de octubre de 2017

EL DESCONSUELO DE LOS INSUMISOS

Fuente: Culturas/Tribuna

El desconsuelo de los insumisos
Malika Mokeddem
Traducción de Pilar Jimeno Barrera
El Cobre
Barcelona, 2006
191 páginas
17 euros

Un cosmos de valor personal


Malika Mokeddem representa esos valores femeninos a los que no supone ningún esfuerzo elogiar. Nacida en una aldea argelina, ha luchado por la emancipación de la mujer, contra la tiranía de una sociedad estrecha que impide la libertad, o al menos la libertad de elección. Uno nunca ha tenido claro que existan valores absolutos, o al menos no tan claro como parece tenerlo Malika, y como demuestra tenerlo en cada frase de este libro autobiográfico. En El desconsuelo de los insumisos, nos relata los episodios de su vida en los que la lucha por la dignidad humana, representada en ella misma, fueron más complejos, más dolorosos, hasta el punto de llevarla a considerarse a sí misma como una superviviente, por un lado, y por otro a pagar el precio del exceso de soledad, incluso pese a trabajar en una consulta médica para inmigrantes magrebíes en Francia. Es cierto que no se puede dejar de valorar el espíritu de Malika, pero sí cabe cuestionar su literatura, o al menos la demostración literaria que hace en este libro.
Posiblemente se encuentre cayendo en un error bastante común en ciertos textos autobiográficos, como es el de considerar que la propia vida es lo bastante impresionante de por sí como para que el lector se deje caer en los brazos de cada frase, de cada párrafo. Y lo cierto es que impresionar no es lo mismo que tener algo que contar, y mucho menos que saber cómo debe contarse aquello que uno pretende decir. De ahí que Malika caiga con frecuencia en la autocomplacencia, en un ejercicio a veces autocompasivo en el que la frase corta pretende cargarse de lirismo al tiempo que de potencia. Esta manera que tiene de relatar, directa, expresando lo que quiere expresar, deja en el aire una meditación irresoluble, aquella que pretende encontrar vínculos entre la humildad y la literatura. Lo más fácil será exponer algunos ejemplos para aclarar esta idea: cuando divaga con cierto tono intelectual le sale expresiones tipo: “Los postulados de las revistas médicas martillean sin cesar en mi cabeza los clichés que comparan el sueño a bordo de un barco con el bienestar del feto en el líquido amniótico. Nunca he creído en ese concepto de bienestar fetal. Incluso me parece de lo más sospechoso y con tufo a moralina”. La imagen que expone de sí misma es de esta índole: “Pocos son los que consiguen liberarse, los que ponen todo su empeño en emanciparse. Los que se enfrentan a todo tipo de garras, a los peores perjuicios. Como yo”. O la reflexión sobre los méritos de su obra contiene argumentos del estilo de: “En un texto que data de aquella época escribí: …se atropellan las palabras del silencio, las palabras de todas las ausencias. Me asestaron una brutalidad saludable. Me dejaron ebria y desamparada”. La forma en que habla de su infancia es bastante significativa: “En pocos minutos, todo el mundo estaba de pie. Menos yo, que me hacía un ovillo en el jergón con la vana esperanza de que se olvidasen de mí y pudiera robar un poco más de tiempo”.
Malika dispone su texto en dos corrientes que se alternan. La primera referida a la infancia y adolescencia en Argelia, trayendo a la memoria a su madre tirana y a su abuela cariñosa, además de su brega por sacar adelante unos estudios. La segunda corriente sucede en la actualidad, en Francia, y nos habla sobre el precio pagado por su dedicación y compromiso intelectual, desde el fracaso de la convivencia a la violencia integrista. Malika Mokeddem es, sin duda, una mujer excepcional, porque sin duda se trata de una excepción, como nos deja bien claro en cada línea. El problema es que ser un individuo tan especial porque uno lo dice, y no porque se lo demuestra al lector, va mellando los valores artísticos de una obra. Dicho de otra manera, provoca que un texto como este no sea excepcional. Como era de desear. Como pretende Malika.

EL BIEN DE LOS AUSENTES

El bien de los ausentes
Elias Sanbar
Traducción de Jorge Gimeno
Pre-textos
Valencia, 2012
125 páginas

Hermano con hermano

Elias Sanbar (Haifa, 1947) es un escritor y ensayista de origen palestino, refugiado desde que cumpliera catorce meses, conocido sobre todo por colaboraciones con el filósofo Gilles Delleuze y con el cineasta Jean Luc Godard, o por ser el embajador de Palestina ante la UNESCO. Ha participado como negociador en varias de las conversaciones de paz que han tenido lugar para encauzar el conflicto de su pueblo con Israel, ese país que los tópicos consideran un “milagro” económico rodeado de un océano de odio árabe. Pero dicho milagro tuvo lugar a costa de la desaparición de un pueblo, dice Sanbar. En el año 1948, fecha de la creación del estado de Israel, tuvo lugar la evaporación de dos nombres: Palestina y palestinos. Al parecer, y tal y como reivindica el propio Sanbar, se intentó borrar ambos nombres, ambas ideas, tanto de los mapas como de las enciclopedias. De este modo, una vez negada la existencia de los palestinos, y la de su hogar, la gran diáspora de este pueblo dejaría de considerarse un exilio, para transformase en una ausencia. Una negación solventada con un vacío.
De ahí que nazca este libro, El bien de los ausentes, una reivindicación que aborda la dolorosa situación, pública e íntima, colectiva y personal, de los que viven esa ausencia, de aquellos a quienes pretendieron convertir en desaparecidos, cuando se trata, en realidad, de refugiados. Y para ello, los tópicos siguen valiéndose de una incompatibilidad, de una confrontación, de una lucha de justicias. Cuando la verdad dicta que el hermano del que sufre es el que sufre. Si Sanbar afirma que los palestinos son los judíos de los israelíes, o tal vez sus pieles rojas, es porque considera que los descendientes de quienes padecieron la shoah son las viudas, los hambrientos, los huérfanos, los enfermos y tullidos que hoy sufren su propia diáspora, sea cual sea el color de su piel y de su religión. Y entre esos hermanos se encuentra buena parte del pueblo palestino.
Partiendo de ese principio de conciliación, que definirá la compasión del narrador, Sanbar escribe unos textos en los que lo autobiográfico forma un cóctel con lo vivido. Ese es el criterio con el que Sanbar selecciona los capítulos de su pasado, buceando en aquellos en que la catarsis psicoanalítica, la personal y la colectiva, sea más significativa que el gancho de un episodio con tintes de humor o aventura o tragedia. Y así construye este libro fragmentado, porque hablamos de una patria fragmentada, de un pueblo fragmentado, de una memoria fragmentada. Pero cada fragmento es una expresión de lo que le ha ido construyendo, y a nosotros con él, y no cabe otra fórmula que no sea la fragmentación para expresar cierto tipo de tristeza: la del perdedor que recibe sobresaltos de dignidad dentro de su pecho.
Utilizando dos pinceladas para describir a quienes se cruzan en su camino, las justas para definir a sus amigos como alguien que aporta valores humanos en los demás, Sanbar va tejiendo un hilo de vida en el que ellos, los desconocidos, se van transformando en nosotros, los amados. Desde su infancia con un exilio incomprensible, hasta su formación culta, en la que Genet tuvo buena parte de responsabilidad. Desde sus múltiples reencuentros con la lucha rebelde, incluida la lucha armada, hasta su antibelicismo militante. Desde el reflejo de la pérdida, poniendo rostro a los fallecidos, hasta la dificultad de negociar la paz poniendo paz en la negociación. Desde los cambios en el mundo propio, incluidos los de la propia nostalgia, hasta el extrañamiento que supone regresar a su tierra y comenzar a plantearse si no es una buena hora para el final de la lucha.
Moviéndose en el peligroso filo que es la motivación del lamento, compartida con la motivación de la rabia, Sanbar construye una obra sobre la necesidad de poseer una conciencia vinculada a los recuerdos. De ahí que no podamos considerar que El bien de los ausentes sea una mera autobiografía, ni tampoco un ensayo. No importa el género. Lo que importa es continuar dando voz a aquellos que ni siquiera se atreven a intentar ser felices.



Fuente: Quimera

sábado, 8 de abril de 2017

“Luz en las grietas”, ¿por qué deseamos seguir viviendo?

Hoy nos despertamos con esta hermosa reseña de Pilar Martínez para Culturamas

Por Pilar Martínez Manzanares. @pilar_manza
No somos pocas las personas que alguna vez, a lo largo de esta mezcla de realidad y ficción que llaman vida, nos hemos cuestionado el interrogante que encabeza estas palabras, ¿por qué deseamos seguir viviendo? Jamás pensé que la respuesta a esta cuestión estuviera en 176 páginas, y que el creador de las mismas fuera Ricardo Martínez Llorca. Este autor vuelve a la escritura con Luz en las grietas, un nuevo texto con el que promete dejar huella en la literatura testimonial, un género que emite pequeños rayos de sol sobre la esencia de la vida. Con esta nueva obra nos adentramos en un mundo conmovedor y sincero, alejado de las estridencias, del ruido, sumergido en la delicadeza y en lo sutil...

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