Mestiza
Maria
Campbell
Traducción
de Magdalena Palmer
Tránsito
Madrid,
2020
251
páginas
Mestiza es un
libro que desgarra e impacta, pero no aturde. Es tan magnético como inquietante
y, sin embargo, se explica tan bien como cualquier narración neorrealista. Para
aumentar el impacto, es puro realismo. Es un ejercicio de memoria sin terapia, un
viaje a un planeta de patéticos y enfermos que es el mismo en el que nosotros
pisamos, una inmersión entre los desfavorecidos, entre la gente humilde y los
perdedores. Mestiza nos hace acompañar a los perdedores y a los
olvidados en una de esas experiencias que deberíamos refrescar con frecuencia: conviene
saber siempre dónde nos hallamos, qué territorio es la piel de este planeta, en
el que la lucha por la dignidad cobra una relevancia de alto impacto cuando
tratamos con la pobreza. Los personajes que pueblan el libro son tan sencillos
como rotundos: se explicarían con pocos adjetivos, pero se catalogarían, sin
remedio, como leyendas del submundo, si libramos a las palabras de cualquier
connotación peyorativa. Se trata de seres vehementes que no saben fingir, como
si el fingimiento fuera un privilegio burgués.
Campbell
va dejando que su memoria se desarrolle sin bullicio, aunque es, al mismo
tiempo, una memoria plural: sus recuerdos bien podrían ser similares a los de
cualquiera de los seres que pueblan el libro. La historia no puede ser más
demoledora, desde la pérdida de la madre a la boda adolescente, desde la separación
de los hermanos pequeños a las experiencias con hombres, desde los hijos a los
que les robaban el calor de la piel de la madre a la drogadicción. De hecho, a
medida que pasamos las páginas nos resulta complicado asimilar que alguien haya
podido vivir tanta realidad y resultar lo bastante ileso como para mostrar la
lucidez que muestra Campbell, la lucidez de enseñar sin remordimientos, como si
hubiera, por fin, hallado la paz que la vida le debe. El sustrato sobre el que
suceden los acontecimientos que la atraviesan es la ira. Y su forma de
combatirla ha sido trabajar hasta que las manos se le llenaran de ampollas.
Campbell jamás se ha rendido, a pesar de todas las invitaciones a bajar las
manos, a agachar la cabeza, que le ha deparado la suerte. Se ha manejado en un
mundo maniqueo, en el que, para nuestra sorpresa, no cataloga a la gente como
buena o mala, sino que intenta explicarse qué ha construido a cada uno de ellos.
El
aprendizaje de Campbell se produce a contracorriente, sin dios, pero con fe. Es
valiente en el sentido más funcional y humano, que consiste en maldecir la
cobardía y enfrentarse a los hechos. Bajo estas premisas, que son las que
edifican un alma, nos ofrece un texto en el que no sobra nada, que evoluciona a
una velocidad de vértigo, que camina en la frontera de lo inhumano:
“De modo que Ellen y Bob optaron por ofrecernos ayuda, como ropa y comida, y dijeron que podíamos compartir todo lo que tenían. También que algunos vecinos estaban buscando ropa y hortalizas para nosotros. Se me hizo un nudo en el estómago y sentí vergüenza y odio. Nadie se había relacionado nunca con nosotros, jamás nos habían visitado ni invitado a sus casas. Se habían reído de nuestra ropa y de nuestro comportamiento, “como potros salvajes”, y ahora querían darnos cosas”.
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