Cuenta Manuel Vicent en una columna publicada hace años, tantos que se antojan siglos, la historia de un mielero que entraba en el Tribunal Supremo de vez en cuando. En las alforjas cargaba productos puros de la tierra, que no sonaban al pasar bajo el arco detector de metales, y saludaba con tal confianza a los guardias que éstos daban por supuesto que se trataba de uno más de la casa. Describe Vicent el edificio como un lugar “donde se impone el silencio que deriva de gruesas alfombras, cortinajes densos, maderas oscuras, recorrido por infinitos pasillos por los que de vez en cuando cruzaba una secretaria con un sumario amarillo”. El mielero entraba en el despacho de un juez o del fiscal jefe, se quitaba la boina y vendía embutidos, queso y miel de la Alcarria. Y al abandonar el edificio, si alguien le preguntaba dónde había estado, el mielero habría levantado la boina para rascarse el cogote, sin dejar de alzar los hombros y las cejas. Se trataba, en suma, de un hombre de pocas palabras.
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