Ricardo Martínez Llorca escribe como una forma de fidelidad: fidelidad a una actividad, la del escritor, naturalmente, que nos ofrece cada poco, en un goteo permanente de opúsculos magros, rara vez por encima de las doscientas páginas y en ocasiones, como la presente, con menos de un centenar, una muestra de ese trabajo constante de quien cree en lo que hace, a pesar de maldecirlo con fundamento. Pero también fidelidad a sí mismo, lealtad a su experiencia personal y al sentido de esa experiencia. Por eso sus textos, desde el primero de todos ellos, Tan alto el silencio, al amparo de sus títulos, dan vueltas siempre alrededor de los mismos paisajes: los hermanos y sus relaciones, la montaña y sus aventuras, los grandes temas existenciales (la cobardía y la culpa y sus contrarios, el valor y la inocencia), los verdaderos temas de la actualidad, esos asuntos de los que hay por fuerza que hablar (las vidas que salieron fallidas y concluyeron en desahucios, las que se refugiaron en las drogas, la existencia de los cabezas rapadas como excrecencia del sistema, el tráfico de órganos como monstruosa realidad en la que se citan las vidas fallidas y las excrecencias del sistema).
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