jueves, 2 de julio de 2020

LA HIPÓTESIS


La hipótesis
Ekaitz Ortega
El Transbordador
Málaga, 2020
233 páginas


Lo lamentable es no poder disponer de un carácter que te permita elegir cómo entra la gente en tu vida. Existe un grupo de series en las que el personaje central interrumpe unas vidas anodinas o en crisis de mantenimiento, es decir, sin sal ni azúcar. Su presencia removerá el humus sobre el que asentaron las raíces los personajes y dará lugar a situaciones cómicas; ahí está Alf, por ejemplo, o El príncipe de Bel Air. La estrategia ha funcionado, también con películas de terror, ese tipo de cine que intenta inquietar metiendo en casa al enemigo. En el caso de esta Hipótesis, el sujeto que se inmiscuye es un guionista contratado para dar sentido a un robo violento. La vida del protagonista era bastante vulgar, hasta que unos tipos con capucha y mucha mala uva entraron en su tienda. Es el momento en el que surgen todos los demás, todos los que flotan a nuestro alrededor, sugiriendo que la mejor terapia para reducir el supuesto trauma es hablar con ellos.
Durante las primeras páginas, el protagonista se empeñará en mantener su entereza en un debate sobre la comunicación y la incomunicación como métodos de mantenerse erguido. En realidad, esas ofertas y esa negativa plantean un debate acerca de quiénes somos, o quiénes seguimos siendo, pues aparentemente ese ser está demasiado sujeto a construirse sobre lo que los demás opinan de nosotros. La gente está en tu cabeza y pretende estar ahí dentro, con mucho más ahínco. Los demás tal vez no sean el infierno, como supuso Sartre, pero, sin duda, son una encerrona. El anhelo de ser misántropo nos embriagará varias veces a lo largo del día, aunque solo sea para poder atenderse a uno mismo, para lamerse las heridas con el estilo propio, y no atendiendo a la buena fe de los demás. El enfado irá, pues, en aumento.
Pero el efecto acumulativo de ofertas de generosidad se interrumpirá cuando el protagonista decide contratar a un guionista profesional. La terapia pretenderá ser narrativa, como lo es el relato que se dicta a un psicoanalista. Pero, en este caso, trabajará sobre la ficción. Nada es real, ni siquiera lo que hemos vivido. Guardamos un recuerdo parcial de los sucesos y muchas veces precisamos ayuda para completar el cuadro. Esa explicación que nos tranquilizaría es lo que se pretende cuando se va exigiendo al guionista que corrija, una y otra vez, la descripción del suceso. Pero el guionista se irá transformando en algo más que un profesional contratado por un hombre aturdido con un único deseo claro: el de jubilarse. Ekaitz Ortega (Bilbao, 1983) ha escrito una novela casi breve que orbita alrededor de una idea: no podemos sentirnos libres mientras no estemos tranquilos. Porque a falta de definir con seguridad en qué consiste ser libre, la tranquilidad sería el mejor de los atributos a los que tenemos acceso. Aunque sea a través de una jubilación.

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