Delatora
Joyce Carol Oates
Traducción de José Luis López
Muñoz
Alfaguara
Barcelona, 2021
408 páginas
El relato sucede en
primera persona, contado por la víctima, que recurre a la segunda persona para
imprecar al lector. Pues la novela es un retrato de nuestros monstruos, los de
la clase media, los de la vida cotidiana, que jamás es tan cotidiana y a veces
ni siquiera es vida. Para que la vida sea considerada como tal, deberíamos estar
convencidos de que somos dueños de buena parte de nuestro destino, pero la
protagonista es una cáscara de nuez en la tormenta de su alrededor, allí donde
sea que caiga. Y cae en lugares de lo más variado: el hogar de sus tíos, el instituto,
la residencia de un doctor, la universidad y hasta el regreso a la ciudad de
los padres. Y siempre caerá presa de esa otra tensión que sobrevuela nuestros
días y nuestras noches, la que se refiere al sexo, y que con tanta frecuencia,
como le sucederá a ella, se rompe con estrépito, nos destroza, nos desarma, nos
deshace. El comportamiento de la narración nos lleva de un lugar a otro, como a
Eneas en el relato de Virgilio, en una estructura itinerante en la que nos
vamos deteniendo en cada puerto, hasta que la acción se consume y nos vemos
abocados a la huida. Aunque, en realidad, la protagonista trata de esconderse:
sus hermanos saldrán algún día de la cárcel y la buscarán, damos por supuesto,
como traidora, como la responsable de su condena. Son seres que podrían perdonarse
a sí mismos haberse convertido en asesinos, y hasta perdonar al sistema legal
por regirse bajo unos acuerdos que los llevan al castigo, pero jamás
perdonarán, ni ellos ni los padres, una delación.
Cargando con su condena allí
por donde va, la protagonista sufre acoso, abusos, insomnio y toda suerte de
males que brotan de la tracción de la personalidad irascible que se va
imponiendo en esta sociedad, la que lleva a transformar las frustraciones y los
fracasos en patologías y degeneraciones. El punto fuerte de esta novela,
escrita con un oficio mucho más que digno, es, precisamente, el de la
psicología que nos nutre y a la vez nos derrota: los sentimientos encontrados,
las emociones cargadísimas, los acosos insoportables, la angustia, la gran
tristeza (que tiñe, como substrato, toda la obra) y, por encima de todo, la
culpa. La protagonista no duda a la hora de saber que tiene que salir adelante,
pero sí duda sobre si se lo merece. Oates comienza metiéndonos dentro de su
cabeza y contemplamos la presión moral a que se somete a una púber. Luego ella
irá creciendo, pero jamás se librará de ese dilema tóxico, vivirá maldiciendo y
se hará adulta en el exilio, en esa situación en la que se le niega a uno hasta
el derecho a la nostalgia. Compartirá situaciones de sexo no consentido, y a
veces consentido en un trance que se asemeja mucho al duelo, con personajes de
baja estofa, de mala ética, subidos al carro de la violencia, que son una
muestra de la perversión a la que nos asomamos desde las aceras, en las calles,
en el centro de trabajo o en el lugar de estudio. Ella visita su propia
existencia sin decidir si merece ese castigo, que es social y que es personal.
Quisiera esconderse, preferiría no saber las cosas que sabe y duda que haya un
solo ser en el mundo que la quiera sanamente. Pero no renuncia a apostar por
una nueva versión de supervivencia y se reinventa. El drama, todos lo sabemos,
es que siempre ganan los más poderosos, los más fuertes, los más malos. El
drama es el pesimismo, a pesar de lo cual no debemos dejar de coser el botón de
la camisa mientras escuchamos un aria de Verdi. De ahí que no exista un final,
porque el final es propio del cine y no de esta novela que da un paso más allá
de la realidad para retratarla, y que concluye con una gran duda, la de pensar
que tal vez, al contrario que nuestros padres, por muy equivocados que
estuvieran, no seamos capaces de formar una familia. Es posible que no seamos
merecedores de esa suerte.
Fuente: Revista de letras
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