viernes, 12 de julio de 2019

BUCAREST. POLVO Y SANGRE


Bucarest. Polvo y sangre
Margo Rejmer
Traducción de Ernesto Rubio y Agata Orzeszek
La Caja Books
Algamesí, 2019
245 páginas

La resistencia del régimen de Ceaucescu tal vez fuera el tumor más sórdido y criminal de las dictaduras que cayeron a finales del siglo XX en Europa. Hasta tal punto que una periodista polaca, Margo Rejmer (Varsovia, 1985) se estremece al considerar las consecuencias y se atreve a partir al epicentro del oscurantismo para revelar en qué consistió y en qué sigue consistiendo. A Bucarest le cuesta algo que no sabemos si definir como esfuerzo el desprenderse del sudor y la fiebre de un régimen tirano, megalómano, arbitrario y asesino. Rejmer reconoce los efectos del mismo tanto en las personas como, lo que resulta más difícil, en los lugares. Pero cualquier palabra y cualquier imagen recortada contra el pasado gris y sangriento, son la piedra en el estanque a partir de la cual desarrolla una labor periodística en la que demuestra que la crónica no conoce otro cimiento que no sea el talento en la mirada y su acólito, el talento en la escritura.
Con una sorprendente facilidad para la metáfora, que utiliza cuando no puede llegar con las palabras directas al efecto deseado, Rejmer se erige como sucesora de los grandes reporteros polacos: Kapuściński, Mariusz Wilk, Hugo-Bader. Y, al igual que ellos, se lanza a explorar lo inexplicable: si existe algún tipo de coherencia dentro de los márgenes de la locura. Nos descubre la psicopatía a través de los sufrientes, por los que toma partido sin ambages. Y se embarca en la tarea de todo gran periodista y de todo gran viajero, que consiste en asaltar los naufragios. Al fin y al cabo, la vida consiste en amarrarse a la tabla y agitar brazos y piernas no tanto para llegar a buen puerto, como para evitar que la marea nos arrastre mar adentro. Pero esta marea ha dejado una resaca demasiado profunda, demasiado potente, como para evitarla mirando hacia otro lado. Conocer es necesario y no para evitar errores del pasado, sino para comprender el mundo, que en este caso supone comprender a la gente, explorar la compasión, la empatía.
Acompañamos a Rejmer por sus visitas a los lugares emblemáticos, como el palacio y las avenidas faraónicas, y nos guía a través de las almas, las de los hijos no deseados, las de las mujeres que abortaron en la clandestinidad, las de los hombres torturados, que se nos antoja la casi totalidad de la población que pisó Bucarest desde las guerras mundiales hasta los años noventa. Se nos expone cómo es posible desposeer a alguien de su tiempo, de su libertad y hasta de su miseria. Bucarest es un libro sobre el dolor y sobre el pánico: “En semejantes condiciones no se puede ni soñar con amar al prójimo”, dice, con un respeto que nos llena de lágrimas. “Primero desaprendió a llorar, después desaprendió a pensar en todo aquello”, comenta sobre una de las personas con las que se encuentra, y entonces sabemos que nuestra tristeza es apenas un juego de niños en comparación con el sufrimiento de esta gente.
Pocas formas hay más simbólicas de una deshumanización que olvidar lo aprendido voluntariamente. Paseamos por una ciudad sorprendentemente viva, por una suerte de Mordor que intenta florecer sobre las cenizas de algo que es mucho más carne que una leyenda negra. Los relatos serían inverosímiles de estar expuestos en una novela, y aquí nos hablan de la increíble capacidad de escuchar de nuestra autora. Nos habla de un pueblo sin fuerzas, que escasamente sobrevive negándose a aceptar que todo lo que les queda por delante es pena. Nos habla de reisilencia personal y social, de una suma de eslabones débiles, de personas que parecen haber estado luchando, como el náufrago que antes comentamos, sin otro objetivo que evitar la inercia hacia la muerte. Estamos en una ciudad “tambaleante y oscilante, contracturada y desnivelada (…) un París tras el paso de un tifón”. Una ciudad, y cuando decimos ciudad queremos decir ciudadanos, en la que reinó un engaño permanente, un decorado tras el que habitada el mal, que es tanto como decir los malvados, los sin alma, los brutos, unos monstruos ante los que la población solo pudo crear comedias negras a partir de dramas. Quizá porque la risa es el último gesto que nos queda para sabernos humanos cuando la resaca nos lleva, de forma inevitable, al Maelstrom.

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