miércoles, 7 de noviembre de 2018

MI DEUDA CON EL PARAÍSO (Culturamas)

Mi deuda con el paraíso

Ricardo Martínez Llorca

Desnivel
Madrid, 2018
240 páginas

Por Teresa Rivas
Muchos pensamos, entre otros quien firma este artículo, que Luz en las grietas era el adiós a la literatura de Ricardo Martínez Llorca. Nada más lejos. Acabamos de leer Mi deuda con el paraíso y ya se anuncia la aparición de otra novela. Si Luz en las grietas era un desgarrador texto de despedida, una obra testimonial, tal vez la única española que podría jugar en una liga internacional junto a El año del pensamiento mágico, de Joan Didion, Esta salvaje oscuridad, de Harold Brodkey, y algunas páginas de Niveles de vida, de Julian Barnes, la vida ha permitido a Martínez Llorca terminar uno de esos proyectos para los que se requiere mucha paciencia y mucho sacrificio. Mucha ilusión, aprendizaje y un alarde imaginativo sorprendente. Un escritor de oficio, un novelista puro. Si bien, al igual que en su libro anterior, el hecho de que aparezca en una editorial de género le perjudicará. Ojalá una de las grandes editoriales recupere algún día estos textos para que figuren en un estante diferente en las bibliotecas. Mi deuda con el paraíso cobra el aspecto de novela histórica. Y en ciertos puntos lo es, pero el conjunto es una novela de ambientación histórica. Se debería tratar de una obra sobre uno de los grandes exploradores, el que ideó la ruta de ascenso al K2, por ejemplo, pero no es literatura de montaña. Mi deuda con el paraíso es una rara avis en el panorama literario. Es una novela de aventuras al estilo más clásico.
Dos son las fuentes de las que bebe, como espíritu literario, esta obra: en primer lugar, Robert Louis Stevenson; el narrador es un hombre centenario cuyo cuerpo agoniza, pero su memoria se conserva intacta. Durante su estancia en una pensión de Madrid, recuerda su única aventura, la exploración en busca de las fuentes del Uebi-Schebeli, en la actual Etiopía, como ayuda de cámara del Duque de los Abruzos. En esta ocasión, el Duque, pues con este nombre es con el que se le denominará, ejercerá de protagonista, sí, pero también de la figura paterna que ayuda al narrador a descubrir el mundo. Detrás de esa voz se esconde una novela de iniciación. Pero la textura no es la del depuradísimo estilo de Stevenson; Martínez Llorca no renuncia a uno de sus puntos fuertes: la descripción. En nuestra lengua pocos son capaces de construir las frases que él utiliza para describir un paisaje a vista de pájaro o el brote repentino de un sentimiento. Nada se le escapa al ojo de la memoria de nuestro narrador.
Y mientras tanto, ¿qué es lo que sucede? Sucede que esa es una expedición en la que el Duque no cuenta con sus amigos de toda la vida, su Hércules particular, Umberto Cagni, o su fotógrafo leal, su confidente, Vittorio Sella. Aunque sí aparecen a lo largo del texto. La edición, por otro lado hermosa, aunque cabe reprochar el abuso de caracteres por página que dificulta un poco la legibilidad, ha dispuesto una serie de flash-backs dentro del gran recuerdo. Cuando la ocasión salta, el narrador cuenta lo que ha conocido a través del Duque o de sus amigos: sus exploraciones polares, por el Himalaya, por el Ruwenzzori, en Alaska. Y también se ciñe a unos guiños a otros exploradores contemporáneos del Duque, cameos que en algunos casos fueron reales, como los encuentros con Nansen o con Peary, aunque desconocemos si se produjeron en tales términos, o más fantásticos, como la aparición de T. E. Lawrence en un episodio delirante. Con el mismo peso, está la historia de un amor imposibilitado por un primo enano, rey de Italia, un dato real, pues fue él quien no suscribió el matrimonio entre el Duque y una heredera de fortuna americana. Y están las figuras africanas, siempre dignas, a las que se trata con un respeto reverencial, igualado al que se contempla hacia los amigos de aventuras.
Entre ellos, entre los miembros de la expedición, se esconde un secreto. A la hora de la verdad se esconde un doble secreto: el verdadero objetivo de la expedición, que no es geográfico, y unas acciones que parecen indicar sabotaje, pero que se sortean con facilidad. Como si el saboteador fuera un principiante. A pesar de la extensión del texto, que otro editor habría optado por fabricar un volumen de quinientas páginas, a los lectores de la literatura de piscina sentimos lastimarles: no hay una palabra barata. La novela se lee con tensión, pero a la par con facilidad. De hecho, es uno de esos libros en los que nada sobra, en los que uno piensa, cada vez que pasa una página, que ojalá se prolongara más. De haber caído el proyecto en las manos de otro escritor, así habría sido. Un profesional de la novela histórica al uso se habría extendido gratuitamente. Un escritor que se vende al peso, habría descrito hasta el más mínimo detalle las otras expediciones, que aquí se nos presentan, en contraste con la novela, como crónicas extensas. En definitiva, este podría ser uno de los mejores libros del año. Rogamos que nadie se acerque a él con prejuicios. Es pura novela, literatura científica y poética.

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