lunes, 19 de noviembre de 2018

FRAM


Yo, el Fram
Javier Cacho
Fórcola
Madrid, 2018
205 páginas

Hasta la lectura de este Yo, el Fram, no nos hemos dado cuenta de en qué consiste el proyecto literario de Javier Cacho. Ha tenido que ser un giro en su voz narrativa, que de la segura del biógrafo pasa a la personal de un barco con alma, para que podamos percibir que todas las aventuras que nos ha narrado, las expediciones árticas y antárticas, en realidad versan sobre el mito de Prometeo. La paradoja está servida: nada hay más alejado del fuego que las superficies eternamente heladas. Pero ese territorio es, en sus obras y aquí expresado desde un punto de vista que permite mirar a los hombres sin participar de sus costumbres y las fuentes de la educación, un lugar al que los aventureros se arrojan para robar el fuego de los dioses. Ese fuego es la pasión; pasión por sentir la vida hasta en las raíces de los dientes. Ese fuego es lo que podemos robarle a los dioses para ser, como ellos, algo más eternos. Es un resto de locura, sí, tanto por el hecho de intentar el latrocinio como por la suerte de quien lo consigue, aunque sea de manera efímera: pasará la vida encadenado, mientras un buitre le roe el hígado. Ahí están todas las biografías de Robert Scott, en la que el factor común es la desgraciada muerte, o las de Amundsen, tan elevado a los altares por el éxito, pero maldito en su última suerte: nadie, excepto él, podía intentar el rescate de alguien por quien no sentía cariño, y fallecer en el intento. Algo diferente es la de Nansen, cuya astucia permitió el desarrollo de las posteriores expediciones polares, si bien terminó sus días alejado de los grandes territorios, en despachos diplomáticos.
Fue la astucia de Nansen, precisamente, la que concibió la construcción del protagonista y narrador del libro, el buque Fram. Su idea partió de una cáscara de nuez, algo de tamaño pequeño, pero más difícil de hundir que un portaviones. Era una época en la que por los astilleros corría mucha madera y apenas el hierro forjado de los clavos. La época en que las expediciones no duraban meses, o incluso semanas, sino años. Cuando las posibilidades de no volver a ver a alguien eran altísimas. Esa época de la exploración tuvo por buque insignia al Fram. Creó un modelo del que muchos otros copiarían las ideas. Pero nadie superaría. Con él Nansen batió el registro de aproximación al Polo Norte y Amundsen haría del barco su campamento itinerante durante su conquista del Polo Sur. Será el propio Fram el que nos hable sobre los hombres y las bestias en la cubierta, sobre la pasión y la codicia, que se conjugan en el interior de sus pobladores. Y lo hará con toda la entereza de ese sentimiento que tanto nos mueve, y que a falta de un nombre menos gastado llamamos amor. El narrador se descubre ante el ingenio de los hombres, reza por ellos y siente sus alegrías y sus dolores. Es un buque compasivo, alguien que sin tener los órganos de los sentidos, siente con los cinco propios del hombre a través de cada parte de su cuerpo.
El Fram nos mostrará el orgullo que supone tener una patria sin nación. Vino al mundo para dar testimonio de los hielos, sí, pero también del océano. De hecho, la obra podría integrarse en la literatura del mar sin complejos. Como todo este género, nos habla de la aventura, de gente que olvida el pasado para construirse una vez que deja de ver las costas donde nacieron. Es, también, una especie de novela de iniciación, y al final un canto a un tiempo que nos hubiera gustado conocer más de cerca, en primera persona o a través de las conversaciones con quienes navegaron en él. Como el capitán Oscar Wisting, quien viéndolo ya anclado en la nave que le sirve de museo, pidió permiso para dormir una última noche en su antiguo camarote; y allí cerró los ojos hasta el fin de los días. Es una obra nostálgica, en la que, por suerte, Javier Cacho no se deja llevar por el sentimiento de tristeza, sino por el orgullo de reflotar el Fram durante unas pocas horas.

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