sábado, 17 de noviembre de 2018

EL DESPERTAR


El despertar
Kate Chopin
Traducción de Esther García Llovet
Mármara
2018
303 páginas

Los mitos sobre aquello que garantiza la felicidad son una herencia fraguada durante décadas. A los de signo religioso, a los de signo cultural, se han unido, desde que existe la publicidad masiva, los que se refieren a una familia feliz en una casa con jardín en la que siempre da el sol, el sol de la playa o conducir un coche impecable. El que se mantiene virgen, el que nos resulta imposible de derribar, en el que más fe ponemos, es en el de la media naranja. Uno es feliz si convive con la persona que adora y que le adora. Da igual todo lo demás. Esa garantía de felicidad se cimenta en sensaciones reales, en un aumento de la intensidad de sentimientos y en volverse mejor persona, pues se incrementa la relación con el mundo. Pero no todo tiene que ser positivo. Tener ganas de enamorarse, un sentimiento universal, no es garantía de que nada se vaya a pudrir en la naranja completa que formamos con nuestra pareja. Leyendo El despertar volvemos a sentir esa inquietud, esos síntomas de acoso al hecho de amar. Como en Madame Bovary, la protagonista de esta novela no se divide en dos aguas, sino en tres: el marido, el amante y el dueño del amor platónico, que es el tipo de amor que nunca decepciona, como si fuera el amor verdadero. El resto es resignación.
La novela trata sobre la imposibilidad de ser feliz. Los márgenes en los que se mueven los protagonistas son muy estrechos. Su ambiente, y con él la obra, parece una cárcel. Los barrotes podrán ser de oro, pero resulta imposible escapar de ella. Esa maldición pesa sobre los que saben amar, o quieren saber amar. La protagonista pertenece a los círculos de los artistas, gente con una cierta condena a ser infelices: críticos con su mundo, sensibles hasta el extremo, nadie les comprende del todo y nada les complace totalmente. Son el músculo de la sociedad, pero también los que quedan al margen. Al menos en aspectos emocionales. Nada viene a rellenar ese vacío, por mucho que lo adornen y que maniobren entre las laderas que rodean un camino que alguien dibujó para ellas. No la curará ni el arte, una actividad solitaria, ni el marido, siempre un tanto gris, ni el amante, que será un vividor, alguien que te convierte en presa con facilidad. Su entrega es al amor, en el sentido más abstracto del término.
El amor, decía Jung, no existe; es una abstracción; lo que sí existe es el hecho de amar y ser amado. Con frecuencia son la misma cosa. Sobre esta intuición, en una época en la que no existía el psicoanálisis, pero sí se fraguaban obras sobre el adulterio, es donde se sitúa la acción de El despertar. Y en un país, Estados Unidos, puritano. Dentro de ese país, para mayor riesgo, en un mundo que ha venido a sustituir a la aristocracia europea: nuevos ricos, gente hecha a sí misma, gente que desconoce que pueda haber otra forma de felicidad que no sea recibir en su casa, en el teatro en que se ha convertido el entorno, a los de renta alta. Uno no deja de preguntarse, mientras lee este tipo de novela, si el relato mejor no estaría entre los sirvientes. Pero Kate Chopin (St. Louis, Missouri, 1850 – 1904) habla sobre lo que conoce, sobre su propio mundo, sobre las miserias de esa forma de vida. Ella, como su protagonista, participa de la tensión de la realidad, que es lo que hace de esta novela una gran obra.

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