sábado, 16 de junio de 2018

KITSCHFILM


Kitschfilm
Carlos Piegari
El Transbordador
Málaga, 2018
240 páginas

A medida que pasan los años, el trabajo de investigación abandona su condición académica o periodística, para irse haciendo más etnológica y antropología. Los huecos que uno debe rellenar para dar consistencia se incrementan, hasta el punto de que hablar, por ejemplo, de la sociedad Maya o especular con la colonización de las islas del Pacífico, está más cerca de la ciencia ficción que de las certezas. Carlos Piegari retoma el asunto perdido de los nazis exiliados en la selva amazónica, exiliados o escondidos, en cualquier caso en fuga, para trazar una obra de ficción en la que desconocemos qué parte fue ciencia y qué parte magia. El recurso al manuscrito encontrado, que aquí es una obra real, y la investigación desde la actualidad, condicionan el texto. Se trata de un libro fragmentado porque solo somos capaces de reunir fragmentos. Uno quisiera saber qué hubiera hecho con ese material un escritor más ortodoxo, incluso decimonónico. En el postfacio de Fernando Jiménez se mencionan varias posibles influencias: Bolaño, Schwob, Los niños del Brasil o Manuscrito encontrado en Zaragoza. Se olvida de Stefan Zweig porque el autor alemán jamás se hubiera permitido esta estructura en la que el tiempo es maleable. Viajamos de la actualidad a los años 30 o 40, y retornamos y volvemos a viajar. Y durante todo el tiempo que abarca el inicio del Tercer Reich hasta el año 2016, está lleno de agujeros por los que se cuela la ficción, la del autor y la del lector.
Hay un debate ético, sin duda, al atribuirse a los torturadores la capacidad de estremecerse con la belleza del batir de alas de una mariposa. Aparece esa estética en algunos trazos que han dejado a su paso, pero las pistas que recaba el narrador, un investigador anónimo más dotado para la novela que para la crónica, hablan de barbaridades ocultas. Todo esto forma parte de la leyenda en la que los nazis fugados se escondieron en la selva tropical. Piegari traduce, supuestamente, parte de los textos del alemán, y lo hace en su idioma, que es el español hablado en lugares como Argentina o Paraguay, o en lo que se conoce como la triple frontera, donde colindan con Brasil los otros dos países. Y para incrementar la intriga se vale de nombres como Kurtz, que nos remite a El corazón de las tinieblas, un desconocido, o Adolf, que nos remite a Hitler, que se repite en la realidad y en la ficción -creado a partir de Jungle Jim- que forma parte de la realidad creada por otros. De esta manera, la novela tiene el tono costumbrista de un idioma que nos ayuda a viajar hasta el lugar de los hechos, y el permiso para hacer suposiciones, la libertad de la ficción.
Pero Piegari construye la novela, a conciencia, con agua y aceite. Los personajes no se integran en los escenarios. Se impone el contraste, incluso el choque cultural, social y de mando. Se impone ocultarse y la ardua labor del misionero que nos narra, en el sentido de que conseguir concentrar toda la historia es una auténtica misión, un empeño, una tozudez que le lleva a salto de mata de Münich a Praga, París, Montevideo, Paraguay, los ríos, la selva, los puestos coloniales en las orillas de los ríos, donde la vida es tan imposible como en Una avanzada del progreso, el relato de Conrad. Pero el narrador es consciente de que ya no se reproduce la victoria de la selva. O consigue rápidamente los datos, o la selva será pasto de la agricultura industrial, de las plantaciones de soja. El libro exige al lector una lectura continua. El aspecto fragmentado no debe llevarnos a engaño. Y contiene a un personaje, Neunteufel que escribía relatos de la selva en los papeles que encontraba durante la batalla de Stalingrado. Aunque solo sea por saber qué fue de esos relatos, el lector se verá dentro de la novela por más que quiera evadirse. Un consejo: no intenten salir de ella.

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