Cara
de foto
Marina
Saura
De
Conatus
Madrid,
2025
175
páginas
Haber
vivido una vida que merece la pena no significa que uno haya estado siempre
llevando la contraria: en tiempo de abundancia, las únicas historias que
merecen la pena ser contadas no son las de los anacoretas que se retiran al
desierto para alimentarse de saltamontes y bayas de yerba. Lo que le hace
especial a uno, a la hora de revisitar su pasado, es ese espíritu de ir
encontrando los momentos en los que el sol salía más dulce, y si considera que hay
que hablar de ello es porque piensa que algún día ese mismo sol volverá a lucir,
pero no solo para el relator, porque ese sol hay que compartirlo. Es inevitable,
a la hora de plantearse estos relatos, pensar en obras como Helena o el mar
del verano, de Julián Ayesta, que tal vez sea la experiencia de autoficción
más encantadora que se haya escrito en nuestra lengua. Pero el término sigue
llevando a debate cada vez que leemos un texto considerado autoficticio, como
este Cara de foto, que ha elaborado Marina Saura (Madrid, 1957) intentado
caminar por su pasado y por las palabras con sumo cuidado.
La
creación literaria siempre bebe de lo vivido. La poesía es un buen ejemplo de
ello. Pero el asunto es que cuando uno se imbrica en la narración, se puede
entremezclar lo autobiográfico. Para que la autoficción funcione, las dosis combinadas
de lo vivido y lo autobiográfico deben estar bien compensadas. En buena medida,
debe respirar algo poético, siempre y cuando consideremos que la memoria es poesía.
Marina Saura se vale de viejas fotografías para poner en marcha los resortes de
la memoria, con lo que este libro se centra en diversos momentos no hilados,
salvo por la voz que nos habla. En realidad, nos va dictando lo que se le pasa
por la cabeza en un ejercicio de memoria voluntaria. El afán no es únicamente
el de recuperar ese tiempo que por momentos creímos perdido, sino también el de
reconciliarse con él. «Y ahí sigo, aprendiendo a respirar de forma invisible»,
llegará a confesar. Tal vez sea esta invisibilidad la que ha presidido buena
parte de su educación sentimental, en la que la familia, a juzgar por los retazos
que se nos ofrecen, forma la esencia más potente. ¿Ha desaparecido la familia,
aquella en la que habitó durante la infancia y juventud? No es posible que
desaparezca, y no lo hará mientras ella pueda revivir los momentos que otros
darían por desaparecidos. De hecho, en algún momento de la lectura al lector se
le aparece la idea de que este tipo de libros es un diálogo entre dos momentos:
el que aparece representado en la fotografía y aquel desde el que el narrador
nos habla. Lo que resulta ensordecedor es el silencio que caracteriza todo el
tiempo que media entre uno y otro, ese que lleva a pensar qué hemos cultivado
de aquello que sembramos en los primeros años de vida.
Así
pues, la vida se asemeja demasiado a una elipsis. Y eso puede dar vértigo o
contribuir a trastornos de ansiedad. A no ser que encontremos en la memoria un
fundamento por el que merezca la pena seguir respirando: ese que nos llena de
optimismo, de una dosis suficiente de alegría, al considerar que no se trata
solo de recobrar el tiempo, sino de hablar sobre la posibilidad de que esos
momentos de luz vuelvan a producirse para uno y, además, se estén reproduciendo
constantemente, ahora mismo, en las vidas de los demás. Ese anhelo, esa
intención, es lo que impulsa a este libro para que pasemos a considerar que
merece la pena su lectura.
Fuente: Zenda
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