Más
de un siglo se alarga el día
Chinguiz
Aitmátov
Traducción
de Marta Sánchez-Nieves Fernández
Automática
Madrid,
557 páginas
Hay
un viaje concebido como duelo para despedir a un amigo. Estos desplazamientos
no son nuevos en literatura, basta con asomarse a Mientras agonizo para
entenderlo. Pero Chinguiz Aitmátov (Sheker, 1928 – Núremberg, 2008) avanza hacia
un valor que no solemos tener en cuenta a la hora de acertar con la altura
literaria de una obra, y este valor es el respeto: «De pronto, Ediguéi
comprendió con absoluta claridad y con un agudo arrebato de pesar que lo
invadía que, a partir de ahora, solo le quedaba recordar…». Esta novela, Más
de un siglo abarca el día, es una demostración de cómo recordar sin angustia,
a pesar de ser consciente de que la memoria no es una flecha, no es una
dirección, sino que se trata más bien de un territorio en el que nos
desplazamos de mil maneras, incluida la teletransportación. Un rato estamos en
un rincón soleado, y al segundo siguiente nos vemos paseando bajo la tormenta. Aitmátov
nos da toda una lección al tratar con respeto cualquier paso de la memoria del
protagonista, incluidos los que tienen que ver con los años de plomo posteriores
a la Segunda Guerra Mundial. Estamos en una estepa kazaja, en los años
cincuenta, en medio de ninguna parte y de ningún momento. Es un submundo dentro
del mundo, es un desierto por el que de vez en cuando atraviesa un tren, y
nuestro protagonista está encargado de custodiar una estación sin vida. Pero su
memoria es un regalo, es una memoria coral, de la que aprendemos las costumbres,
la historia y la geografía. En buena medida, la novela es un retrato en
movimiento de una cartografía que desconocíamos que podía existir.
Nuestro
protagonista, muy preocupado por los demás, siente la deuda contraída por la
amistad y la serena respuesta que se merece. El contraste lo ofrece un camello
que representa la potencia vital, por un lado, y por otro un grupo de astronautas
que parece haber encontrado otro planeta habitable o al menos el sueño de otro
planeta habitable, en un momento en el que resulta complicado habitar el
propio, porque se están rompiendo todas las costuras. A lo largo de la lectura
de los distintos episodios, manejados con una estructura muy libre, no van a
dejar de surgir preguntas en la mente del lector: ¿qué relación existe entre la
dignidad y el esfuerzo?, ¿para qué sirve sufrir?, ¿qué nos dicta si nos
merecemos o no la suerte de vivir donde vivimos?, y una bastante concluyente:
¿para qué vas a querer a tus hijos si no sabes qué destino les depara la vida?
Y todo es posible en lo remoto, como en la estepa kazaja o en el infinito
espacio sideral. Y también en la memoria, donde conviven recuerdos concretos
con leyendas que, de vez en cuando, otorgan al relato un punto mágico.
La
obra está construida desde un itinerario, pero este no se corresponde tanto con
una ruta física como con los estados de ánimo de nuestro protagonista. Al
fallecer su amigo, se despierte el miedo a quedarse solo. Este acicate será el
que active la memoria, que abarca más de un siglo, pues hasta Gengis Kan
entrará a formar parte de los recuerdos que le han ido construyendo. La novela no
elude la intervención política, dudando del sentido que tiene en lugares tan
apartados el alzamiento contra la lucha de clases o, más concretamente, el
régimen estalinista. Durante las purgas de Stalin se consideró al padre de Aitmátov
enemigo del pueblo y fue ejecutado, lo cual no impidió que nuestro autor
siguiera una carrera política, llegando a ser embajador de Kirguistán ante la
Unión Europea. Se puede leer esta novela como una fábula política, pero ese
sería un segundo nivel: lo más interesante, lo que nos atrapa de esta obra
maravillosa, es todo el despliegue emocional, profundamente respetuoso, de su
protagonista.
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