martes, 21 de febrero de 2023

EL FONDO DEL PUERTO

 

El fondo del puerto

Joseph Mitchell

Traducción de Álex Gibert

Anagrama

Barcelona, 2023

240 páginas

 

 


El mar tiene memoria, y el puerto es la forma que el hombre ideó para comenzar nuestra relación con él. Un puerto, en concreto el puerto de Nueva York, puede tener en las crónicas de Joseph Mitchell (Carolina del Norte, 1908 – Nueva Yorkl, 1996) un aroma a cementerio marino lleno de vida, con perfume a sal bajo un cielo azul. Leyendo los reportajes que componen El fondo del puerto comprobamos que aquellas personas que poblaron un lugar tan lleno de vida hoy forman parte del sustrato sobre el que creamos pequeñas leyendas. Estamos ante un periodista romántico, alguien para quien los filtros sobre los que construir la literatura, que tiene tanta relación con lo que está viviendo, son los paseos y la memoria. No hay intención de epatar, de sorprendernos con pequeños párrafos potentes. Las crónicas actuales tienen esa pegada, entre otros motivos debido a que el cronista está obligado a expresarse en poco espacio. Mitchell escribió estos párrafos hace setenta años y carece de esa prisa, tiene a su disposición docenas de páginas en las que entretenerse y entretenernos, con lo cual en lugar de intensidad lo que transmite es serenidad. El resultado posee una naturalidad discreta, pertenece al mundo de lo común y es, a la vez, esa región de lo común que estábamos deseando descubrir para entender que nuestras vidas también son especiales.

Leídas a fecha de hoy, estas crónicas poseen el encanto del viaje al pasado, a un lugar donde, además, se fraguaron algunas de las fábulas de la cultura occidental contemporánea. En su día, representaron el interés por visitar un lugar que no se nos presenta como hermoso, pero sí como digno de ser querido. Encontraremos ratas, contaminación y decadencia, junto a las formas humanas que construyen nuestra educación sentimental: «Yo odiaba la escuela (…). No sé qué me enseñarían allá, pero aprendí muchísimo más en el viejo muelle de pescadores. Un día mi padre tiraba un barril al agua al final del embarcadero y me enseñaba a arponear un pez espada sin que la cuerda se me enrollase entre las piernas…».

La curiosidad de Mitchell, que leyendo estos textos sólo podemos catalogar como una virtud, nos permite conocer la historia del puerto de Nueva York, que será la suma de las historias individuales, sobreponiéndose al empuje general, a lo que sería la historia oficial, la que se podría contar en un libro de texto. Porque a lo expuesto en los libros de texto es muy complicado mostrarle afecto, pero sí nos encariñamos con los que muestran humanidad, con los que luchan por sobrevivir y con los que nos hablan con cortesía, con interés. Este interés es de tal calado, que Mitchell reproduce los diálogos a través de extensas intervenciones de su contertulio. Se nos muestra como un tipo que escucha, lo cual es un valor vinculado, repetimos, a la virtud de la curiosidad. Así va desenmascarando a gente como ésta, que nos resulta tan amable conocer: «Por último no tiene el menor deseo de acumular riquezas. Se gana bien la vida y con eso le basta. Tiene un barco, un automóvil, una casa con jardín, setenta y cinco libros, una trompeta, una navaja y un traje de domingo, y no se le ocurre qué más podría desear».

El puerto de Nueva York es un lugar lleno de unas paradojas que en lugar de inquietarnos otorgan un carácter al sitio que raspa el fondo de la memoria, sacándole brillo a las cenizas: «Es un cementerio antiguo, muy frondoso, donde se respira paz, aunque en todos sus rincones pueda percibirse el trepidar incesante de la maquinaria que lo rodea». No hemos podido conocer este lugar en vivo y en directo durante los años en que él lo visitaba, las décadas de 1940 y 1950, pero ahora sabremos por qué nos hubiera gustado estar allí y descubrirlo.


Fuente: Zenda

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