jueves, 16 de septiembre de 2021

DIARIO RURAL. OTOÑO - INVIERNO

 

Diario rural. Otoño – Invierno

Susan Fenimore Cooper

Traducción de Esther Cruz Santaella

Pepitas

Logroño, 2021

270 páginas

 


Llamemos emoción a eso que nos sacude nada más recibir un estímulo; y sensación a la primera digestión del estímulo, lo que nos recorre en canal y a lo que todavía no somos capaces de poner nombre porque el lenguaje mantiene sus limitaciones en territorios de células que no pertenecen al cerebro; y llamemos sentimiento a la decantación de la emoción luego transformada en sensación, cuando ya atravesó la materia gris y se nos ha permitido reflexionar sobre ello y padecer, para bien o para mal, el resultado del estímulo primario. Será el sentimiento lo que nos haga crecer, lo que se integre definitivamente, lo que aprendamos con auténtico valor, tomando a la palabra valor en toda su polisemia: lo que vale, lo valiente.

Pues bien, estos Diarios rurales, de los que ahora nos llegan los que reflejan el otoño y el invierno, pertenecen a la raza de los buenos libros buenos, porque las emociones, las sensaciones y los sentimientos que de ellos extraeremos son buenos. Existen libros buenos en el mismo sentido en que existe buena gente. Y Susan Fenimore Cooper (1813 – 1894) participa de los autores que crean bonhomía. Leer sus diarios nos supone sentir, al final, que podemos ser mejor personas. Se trata de una inmersión en paisajes, aunque a veces descanse en atención a la poesía o a ciertas culturas, en la que los conceptos de calma y de belleza se igualan. Como se igualan, no nos cansaremos de repetirlo, en los cuadros de Constable. Aquí la naturaleza, lo natural, es lo puro. Nada hay de malos sentimientos en el recorrido que Fenimore Cooper hace por los bosques y los lagos, nada de codicia, de gula, de resentimiento o de asco. Ni siquiera flota el miedo, y eso, en un planeta en el que domina tanto el miedo, es de agradecer: habitar en los diarios de Fenimore Cooper es lo mismo que descansar.

Nos va dibujando el paso de las estaciones, como ya supimos a través de la entrega anterior, mostrando que lo importante es querer a las criaturas, a las aves y las plantas, sobre todo, pues son las mayores protagonistas del espectáculo amable de la naturaleza. El hombre que aparece por estas páginas es alguien entregado a trabajos manuales, campesinos o artesanos, alguien cuya labor mantiene unas dimensiones humanas, un aura de proximidad que nos hace sentir una sana añoranza y un grato deseo de compartir su tiempo. El tiempo, por otra parte, nada tiene que ver con el paso inmisericorde de los minutos. Aquí no existen las prisas ni las tiranías de las horas y los días. Aquí el tiempo es parte del ritmo natural, porque, en realidad, esta obra es un elogio a la vida en un grado cercano: la auténtica alegría de vivir no tiene nada que ver con la ebriedad, parece sugerir Fenimore Cooper.

Observar, meditar, aceptar, los verbos sobre los que actuaban los santos contemplativos o sobre los que se construyeron religiones, no son artificios. Nos pertenecen y forman parte de nuestra esencia. Eso es lo que nos gustaría ser, aunque no lo reconozcamos, porque en las grandes urbes, donde habitamos la mayoría de nosotros, no es posible en ejercicio de amor por los seres y los paisajes. Fenimore Cooper mira a lo local y trasciende a lo universal. Comienza con la emoción, que es local y es grata, y termina con el sentimiento que, aunque se trate de algo tan abstracto como el amor, es universal y es mucho más grato. Estos diarios son libros sobre una época y un lugar donde nos gustaría, sin duda, quedarnos a vivir.

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