lunes, 14 de octubre de 2019

EL DIABLO SABE MI NOMBRE


El Diablo sabe mi nombre
Jacinta Escudos
Consonni
Bilbao, 2019
118 páginas
  
En cierta medida, al libro que más se asemeja El Diablo sabe mi nombre, con el que la escritora salvadoreña Jacinta Escudos (San Salvador, 1961) se presenta en nuestro país, es a Las Metamorfosis de Ovidio. Escudos no solo reactualiza mitos clásicos, sino también culturales o, al menos, de nuestra cultura occidental. E incluso se atreve con mitos psicológicos, sobre todo los que tienen que ver con las dos emociones que mueven los sueños: el deseo y el terror. Al margen de esa consistencia, similar a la del clásico de Ovidio, una breve enumeración de algunas de las formas que toman los cambios nos remiten, nuevamente, a Las Metamorfosis: el cambio de sexo debido al cambio de deseo; la pesadilla y su transformación en realidad; el mundo reducido tras un apocalipsis; el anhelo de una mujer por ser serpiente y enfrentar así a la muerte; los hombres lobo; el veneno que nos libra de ver la realidad tal y como se nos ha venido presentando; un cocodrilo que aspira a ser hombre; sobrevivir a la muerte, aunque sea a la muerte del otro, que nos obliga a renacer, a poner el cuentakilómetros a cero.
Las lecturas sobre las que fragua su narrativa tienen tanto calado como las de Borges, aunque a diferencia del autor argentino, Jacinta Escudos carece de pudor. La sensualidad está presente, y está presente el sexo. Está presente la crueldad, y hasta la crueldad extrema, con ablaciones e infanticidios. Se deja llevar por impulsos, aunque controla a la perfección su prosa para seguir una música de lo más sugerente: comedida y exacta, pero con matices de color capaces de inventar expresiones como “resollé mi orgasmo”. Podemos rastrear a Lovecraft entre sus líneas, hasta que nos damos cuenta de que una de sus principales fuentes creativas son los sueños. Si de Borges le separa el pudor, a Lovecraft le adelanta por trama, por estructura: un sueño carece de principio, de final, de consistencia narrativa; es aleatorio y sorprendente; pero Jacinta Escudos sabe darle forma, sin complicaciones, como le dan forma a los relatos breves los grandes clásicos, y al igual que cuando les leemos a ellos, a Chejov, a Maupassant, a Paul Bowles, tenemos la sensación de encontrarnos con alguien que escribe con un impulso que nace no solo del cerebro, sino de todo el cuerpo a la vez.
Ese sustrato apasionado bastaría para ratificarla como una de las grandes autoras de relatos de nuestra literatura, pero su ingenio no se queda ahí. Escudos escribe contra la anestesia emocional, crea unos personajes, en pocas líneas, que se caracterizan por el miedo a no ser, que es la esencia del miedo personal. Dicho de otra manera, sabe meterse en lo que llamaremos alma y en los demonios, también en los demonios de la conciencia. Los personajes practican distintas modalidades de soledad, la mayoría de un carácter más o menos onírico, y, recordemos, el mundo onírico es aquel en el que la vista no nos regala la misma realidad que durante la vigilia, pero las sensaciones son igualmente reales y, a mayores, el volumen de la intensidad sube hasta límites que son difíciles de soportar.
Hay presencias de diablos sin figura, solo sentimentales, y de algunas de sus representaciones más frecuentes, como el insecto gigante de quien no sabemos en qué grado nos hemos enamorado. Pero queda, siempre, de manera más bien implícita, sin que sea preciso expresarlo la idea de que privados del contacto humano, estamos abocados al naufragio.

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