martes, 26 de febrero de 2019

CIUDAD DIFUNTA


Ciudad difunta
Jia Pingwa
Traducción de Blas Piñero Martínez
Kailas
Madrid, 2019
985 páginas

A la hora de la verdad, esta vida, en lo que concierne a lo social, se ha transformado en una convivencia de soledades. Sacamos a la palestra nuestros miedos y nuestros prejuicios, y apenas encontramos apoyo, muchas veces profesional, y con unas mínimas dosis, hallamos compañía. Se trata de dosis exquisitas, raras flores que brotan en los estercoleros. Tal vez sea la característica de la neurosis colectiva mundial, tanto la de campo como la de ciudad, o, casi con seguridad, el componente principal de los desequilibrios emocionales que surgen de la nostalgia de la naturaleza. Más agudos, si cabe, en la vida urbana entre millones de seres, como si, efectivamente, se le hubieran puesto puertas al campo nada más terminar el asfalto. Esta novela de casi mil páginas, que uno afronta sin temor en cuanto percibe que no desfallece, que te mantiene dentro de una lectura fácil y comprensible, de la que se nos escapan, seguramente, algunas claves culturales, trata sobre la increíble capacidad de no entender nada, sobre la naturalidad de las mentiras, incluidas las que nos prodigamos a nosotros mismos, sobre las miserias de la ciudad y la cuestión, que abunda y que al final deberá ser resuelta, de si no sería mejor largarse.
El protagonista, un escritor con el estigma del mito, elevado a los altares del ideal de la clase media y media alta, considerado un semidios, se sirve del sexo para sustituir esos momentos lúcidos y amables en los que uno encuentra compañía. Su leyenda es más que suficiente para triunfar entre las mujeres, entre todas las mujeres, una a una, en una suerte de adulterio sucesivo con vagas promesas de monogamia. Su supuesta sabiduría se reduce a una promesa de una obra que nunca empieza. La eterna conclusión postergada, ya se sabe, es una de las claves de la literatura de Kafka. Pero este personaje se despliega como un tipo con una autoestima que necesita recompensas para existir, en la que los párrafos dedicados al sexo explícito han sido sustituidos, y se consagran como los momentos en que rellena el cubo agujereado que es su fe en sí mismo. A su alrededor, se despliega una ciudad que ha creado su propio fetichismo, de clase, de clase urbana, de vida propia de los años noventa en China, en la que los zapatos, los ataúdes o la leche son elementos que rozan el pensamiento mágico. De hecho, la obra comienza con unos episodios que nos recuerdan a la magia del Génesis, antes de aterrizar en el suelo de las casas y en los estómagos que comparten cenas.
Se desglosan costumbres, hasta que el impulso sexual rompe esa tendencia narrativa. O, en ocasiones, los guiños al absurdo. El protagonista tiene algo de reaccionario, pues respeta la tradición, incluida la que le da permiso para conquistar mujeres. Está sujeto a convenciones sociales, que son unos grilletes para todos los que aparecen en la obra, incluidas, a medida que leemos nuevas aventuras, las de la lujuria. De esta manera, Jia Pingwa (Shaanxi, 1952) crea una obra sin trama, porque la vida misma, la auténtica, la que no está en las películas, carece de trama, de estilo narrativo, de estructura. Aunque sí sabe a dónde quiere llegar. Junto a los miedos de la vida contemporánea, sobrenadan miedos viejos, como si los hubiéramos heredado a través del tiempo por no sé qué mecanismo espectral. Por muchos prodigios que ideemos para la ciudad, no superaremos los miedos personales a no ser escondiéndonos o huyendo, si es que se trata de acciones diferentes. El pasado pesa en la sociedad y si nos empeñamos en conseguir esas pequeñas y consoladoras dosis de compañía, dentro de la sociedad tenemos que movernos, que agitar nuestras banderas y esparcir los olores. Preocupados por que no se note que obedecemos a una pose, nos empeñamos en mantener una farsa que terminamos por creernos. Lo propio de la ciudad sería, pues, la mitomanía.
Dos citas, superadas la mitad del libro, declaran de alguna manera su espíritu: “La ciudad se había creado en la más alta contradicción con los principios del Universo. Es el miedo profundo del hombre a ese mismo Universo el que ha creado la ciudad como espacio vital”. “Pero en los tiempos presentes, los hombres ya no comprenden el budismo. Han abandonado el espíritu del mono, el espíritu del cerdo, o el espíritu del caballo… Dime, ¿qué se puede hacer en este mundo?”. El universo es la expresión definitiva de la naturaleza, es la naturaleza, y el budismo, como es fácil interpretar, es la forma en que sentimos la naturaleza, cómo la respiramos, cómo nos afecta y cómo la respetamos. Pocos son los lamentos que se permite Jia Pingwa, porque apenas nos ofrece ningún descanso. La ciudad difunta, la que él crea y en la que él vive, en la que vivimos nosotros, tampoco.

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