Anuncio una casa
donde ya no quiero vivir
Bohumil Hrabal
Traducción de Clara Janés y Jana Stancel
El Aleph
Barcelona, 2006
126 páginas
14,50 euros
Soñar con la contravida
Para descubrir que Bohumil Hrabal
es “un escritor soberbio”, como reza la frase de Julian Barnes con que se
pretende publicitar este libro, basta con haber leído Yo, que he servido al rey de Inglaterra, y, sobre todo, esa obra
maestra que se titula Trenes
rigurosamente vigilados, una de las mejores novelas breves de la historia,
y posiblemente la más hermosa, que El Aleph recupera al tiempo que reedita este
Anuncio una casa…, un conjunto de
relatos dormidos en la trastienda de su catálogo desde hace casi veinte años.
Resulta casi conmovedor volver a leer ambos textos a un tiempo, reconociendo
así las señas de identidad de su autor, un hombre marcado por la Segunda Guerra Mundial, y por
las consecuencias que esta tuvo en una posguerra gris, apelmazada por el oscurantismo
al que estuvo sometida Checoslovaquia. De ahí que la belleza triste, amorosa e
ingenua al tiempo que rebelde que se esconde en Trenes rigurosamente vigilados, donde la voz de un joven descubre y
trata con el enemigo bélico en un mundo de adultos falsificados, se transforme
en un inconformismo barroco, onírico, que destila olor a óxido y aguas sucias
en este conjunto de relatos que parecen ambientados en las décadas de los
cincuenta y sesenta, y que terminará siendo, por otra parte, algo muy diferente
a un libro de cuentos. Pero para descubrirlo es necesario llegar hasta el final.
Todos los relatos comparten una
ironía alejadísima de las ganas de hacer sonreír, una libertad próxima al
absurdo inventivo, una inverosimilitud que nos acerca a las consecuencias del
Apocalipsis, un mundo resumido en un teatro desnortado, una tristeza
desesperada, una claustrofobia directa y rarísima, la misma que puede sentir un
hombre encerrado dentro de su propio cráneo, y también contienen la exageración
de la locura, algo que el lector se esforzará por desentrañar entre la marea de
disparates confiando en que exista la razón de la demencia tras tanta palabra,
tras algo que de tan imposible calificaría como magia de no ser porque este
concepto encierra algo de hermosura. Al mismo tiempo, cada una de las siete
piezas sería un trozo de vida sesgado, sin principio ni fin, rompiendo así los
moldes que las academias dictan que deben regir en un cuento, exponiéndonos
cosas y sucesos cuyo único nexo entre ellas, aparentemente, es que ocurren una
detrás de otra. Subyace en los textos, aunque de manera complejísima para las
elucubraciones del lector, un trasfondo político, de protesta, de angustia,
unas bocanadas a la búsqueda de aire fresco al remover todos estos restos de lo
que un día fue útil para la vida, en un ejercicio de extrañamiento
complejísimo: “Y acto seguido se abrieron camino hasta las entrañas del vagón y
echaban a la vagoneta vacía una bomba para orín, una aventadora, trozos de las
viejas trilladoras, picadoras abrasadas por el autógeno, rastras y sembradoras
despedazadas por autógeno, una picadora de trébol, una báscula decimal y piezas
de arado”.
Las enunciaciones de esta índole,
bien por enumeración, bien por diálogos en cascada, bien por la cadena de
sucesos que puede llegar a parecer un flujo de conciencia onírico: “Luego puede
uno derrumbarse en la colada ardiente en honor al amor, acero con adición de sí
mismo y de tu imagen en mí, imagen que impone un diminuto rostro infantil
empañado por una risa tonta, porque una chica judía escupía cuchillas y yo me
corté las manos”. En fin, todo esto que sería absurdo de no ser porque uno sabe
que existe mucho simbolismo, como por ejemplo en la imagen constante de las
mujeres presidiarias, terminará cobrando relevancia en un final que unifica
todos los relatos y que no desvelaremos, pero que responde a la pregunta ¿por
qué vivir?
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