Hielo negro
Juan Luís Conde
Desnivel
Madrid, 2018
208 páginas
Prólogo de Ricardo Martínez Llorca
Esta es una novela que me
hubiera gustado escribir. Ese fue mi primer pensamiento, la conclusión que
extraje de la lectura de Hielo negro,
la tercera novela de Juan Luís Conde, un escritor empeñado en demostrar que un
proyecto literario es algo tan amplio como para dar cabida a los temas más
versátiles sin perder su propia personalidad. Así, previamente había nacido El largo aliento, una novela de romanos
protagonizada por Tácito, en la que todo sucede durante un banquete, en un
lugar cerrado, y en la que la acción transcurre sin que los personajes se
muevan; y a continuación Un caso de
inocencia, que transcurre en su mayor parte en una clínica mental, e indaga
en la extraña relación que negocian un paciente de personalidad abrumadora con
una pusilánime psicóloga novata; y ahora nos regala este Hielo negro, una novela de aventuras con sabor clásico a viaje,
protagonizada por alguien que se parece a Reinhold Messner, el ser más
semejante a Supermán que ha salido de útero de mujer. Buscar lo común a este
ciclo es labor más propia de un psicoanalista que de un lector, así pues, nos
conformaremos con mencionar vinculación del carácter del hombre con el espacio,
que culmina, como él mismo apunta seleccionando una cita de Robert Musil a modo
de epígrafe, con la fantasía pasiva de espacios vacíos.
Hielo negro es una novela de aventuras y de ciencia ficción, con dosis
teológicas no carentes de ironía, que termina tratando la cuestión de ser o no
ser mientras sus protagonistas acometen una investigación casi policíaca sobre
la hostil superficie de la Antártida. Tras
la lectura de este relato de alpinismo horizontal es fácil interpretar que la
forma más evidente de aventura es el viaje, pero no sólo el movimiento, sino
también el viaje interior. Pues los protagonistas se ponen en marcha con
intenciones de resolver sus luchas contra el sentido común, contra eso que en
el mundo cotidiano se llama cordura y que ellos consideran lo más débil de
nosotros mismos. Ahí están las debilidades que se conciben en el seno familiar,
y, por otro lado, la debilidad más física que representan los probos
funcionarios. Familia y funcionarios que, para aceptar al aventurero, tienen
que poner, con infinita condescendencia, un nombre de enfermedad psicológica al
afán del aventurero: dromomanía. Pero a éste le basta la curiosidad y un
disgusto tan mundano como que un comerciante le engañe con una mezcla de
cemento, para que se niegue a seguir dudando: sus motivos para anhelar la
aventura han de ser, a la fuerza, nobles, por la sencilla razón de que él es
él.
Y ahí está el aventurero
viajando. Ahí está Ulises, ahí está Don Quijote. Porque Ordino (el protagonista
de Hielo negro) comparte vitalidad
con estos dos personajes: los tres son hombres que por momentos se sienten
mayores, se saben acosados (con mayor o menor placer) por la resignación del
hombre sedentario, sienten sus fuerzas mermadas, han acumulado tiempo, es
decir, memoria. Don Quijote,
envejecido, decide hacerse pastor, Ulises regresa junto a su mujer... pero ¿de
verdad Ulises se quedó para siempre junto a Penélope?, ¿y de no haber hecho
morir a Alonso Quijano para evitar que otro Avellaneda pudiera pergeñar una
nueva aventura, Don Quijote se hubiera resignado a ser pastor? ¿Alguien como
Ordino acumulará en vano inmovilidad? ¿De verdad podrá el nómada renunciar a su
Arcadia?
“Siempre ha sido un misterio para mí cómo se puede vivir sin cielo”,
dice Ordino a modo de respuesta. Y este veterano montañero, que comienza a
narrarnos la novela desde su retiro, es un hombre acostumbrado a mirar desde lo
alto, a observar los espacios vacíos, a conciliar acción y contemplación. No en
vano practica la aventura y la escritura, dos acciones opuestas: la del nómada
y la del sedentario. Y en la novela él nos habla sobre el hielo negro y sobre
el paisaje blanco, sobre un infierno de hielo, es decir, sobre lo que parecen
conceptos opuestos. Esto me lleva a pensar que la aventura es en blanco y
negro: la aventura es el deseo de vivir en situaciones límite: es la naturaleza
en bruto y la mirada cruda: es la convivencia de los sabios con los borrachos:
es la lealtad y es la soledad: es el mutismo y la comunicación: es lo oculto en
el paraje vacío: es lo desconocido: es el misterio: es la muerte: es resolver
preguntas de este tipo: ¿cómo hay que morir?; la aventura son las deserciones y
las rebeliones, el sufrimiento o la visión heroica del sufrimiento que es la
supervivencia, es el horror y la locura, y también es la consecuencia que
tantas veces se ha sacado de estos temas, una consecuencia a la que se ha
llamado, con frecuencia, Dios. Y la aventura es el alma, es decir, la memoria
que nos mantiene vivos.
Me pregunto si la
motivación de alguien como Ordino radica en que le cuesta reconocer los signos
culturales propios de la época y reniega de ellos para buscar los de un pasado:
Alguien como Ordino ¿huye o busca?
Conocer sus límites
significa, para él, en conocer los límites de lo humano. Una forma de sabiduría
muy aconsejable para cualquier lector que exija a los libros tanto emoción como
inteligencia.
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