Paseos por Berlín
Franz
Hessel
Traducción
de Manolo Laguillo
Errata
Naturae
Madrid,
2015
281
páginas
Lo
que debe distinguir al flâneur, para
evitar esa connotación despectiva que conlleva, es un virtuosismo en la mirada.
Que sepa reconocer la distinción tanto en una baldosa como en un cuadro de Vermeer. Y que esa distinción sea digna
de saltar a unas páginas desde las que llamar la atención a cualquiera: la
baldosa se ha agrietado con idénticas roturas a las que presentan los óleos del
pintor holandés por culpa del pasado. Aunque para las segundas haga falta una
mirada microscópica, no están menos ocultas que las primeras, diluidas entre el
fárrago de la ciudad, a no ser que alguien meta el pie en ella y se provoque un
esguince. Para el flâneur el dolor de
ese esguince limita con el síndrome de Stendhal frente al cuadro de la
costurera de Vermeer.
Franz Hessel (Stettin, 1880 – Sanary-sur-Mer,
1941) es uno de los ejemplos de flâneur
más significativo: paseante sin rumbo, con un espíritu que roza el del perezoso
que reniega de cualquier trabajo, atento a los detalles de una urbe de la que
no veían necesario salir, al tiempo que se mostraban incapaces de permanecer
quietos. Hessel es una suerte de voyeur de la ciudad. Independientemente de su
situación económica, no parece necesitar el dinero y dedica su atención a lo
circunstancial y a los posibles pasados y futuros de lo circunstancial. Hessel
convierte así el pasear en un arte que tiene algo de burgués, pero de un tipo
de burguesía que en el Berlín de los años veinte estaba al alcance de
cualquiera.
Y
es de esta forma como los flâneurs se
convierten en viajeros sin travesía, de pasos voluntariamente perdidos.
Hedonista y con un reconocido solipsismo, ocioso, porque se puede permitir ser
así ya que la vida se irá resolviendo de una u otra forma, pero se irá
resolviendo. Desea ser invisible, eso sí, debido a que no siempre es bien
recibida su presencia por quienes no desean ninguna presencia. Así comienza
este libro. En respuesta, el tono de sus cuadros tiene algo de hiperbólico,
como si su prosa fuera la herramienta precisa para darnos a conocer la
importancia inerte, inane, que raramente afecta al orden universal de las
cosas, a través de enumeraciones o el uso de adverbios. Viajamos con él, pues,
a los detalles equívocos y secretos, participando de la conciencia de ser un
observador que no pretende modificar nada, ni siquiera su propia vida. Leído
casi un siglo más tarde, el Berlín que nos describe Hessel resulta
fantasmagórico en un doble sentido: si para él a los detalles, grandes como la
organización urbanística o pequeños como una farola, ya les falta un toque de
vida, a estas alturas sabemos que ese toque de vida ha sido arrasado y sobre
las ruinas se ha construido otra ciudad.
Hessel
ve para escribir, no para ser la persona que estuvo allí. Excepto en algunos
episodios en que participa de la vida nocturna o trata de empatizar con los
ridículos detalles con que se ambientan a las bestias en el zoo, como si un
camello fuera más feliz por posar frente a un minarete de cartón piedra. Aunque
por norma general es muy descriptivo, en ocasiones, como cuando se pregunta qué
significarán para la próxima generación los vestigios mitológicos en los
remates de la arquitectura, consigue inquietarnos. O con las repeticiones que
nos indican el cansancio de seguir viviendo más de lo mismo, sin encontrar la
emoción de la primera vez. Al fin y al cabo, Hessel lee la calle, y leer varias
veces la misma calle es una rutina en la que muchos encuentran acomodo, pero para
quien tiene cierto deseo de ser sorprendido, como Hessel, resulta mortificante.
La mejor opción será cambiar de calle, pero seguir en la misma ciudad. Seguir
viajando sin travesía, para tropezarse con pequeños nuevos tesoros.
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