Sin blanca en París y Londres
George
Orwell
Traducción
de Miguel Temprano García
Debate
Barcelona,
2015
223
páginas
Porque
la caridad da carta de naturaleza a la pobreza. Porque la caridad nos hace
sentirnos buenas personas porque creemos que una dádiva y otra y otra saca a
alguien del arroyo. Porque la caridad invita a apartar conceptos como justicia
sustituyéndolos por la falsa generosidad del donativo. Porque es uno de los
pilares sobre los que se sostiene el orden de un mundo que se ha caído a
pedazos y alguien se molesta en convencernos de que esos pedazos tan mal
repartidos son necesarios para evitar que nadie toque lo mío no vaya a ser que
me llegue el olor a podrido. Porque qué haríamos si no fuera necesaria la
caridad para creernos buena gente: ¿dejaría de verse también como una virtud la
fe o la esperanza? El mito de Pandora dicta que cerró la caja cuando ya se
habían escapado de ella todos los males para esparcirse por el mundo. Y que lo
único que no tuvo tiempo de salir fue la esperanza. Tal vez porque era el mal
más soterrado y nos empeñamos en verlo como la parte que nos completa cuando
sería mucho mejor, tal vez, arrancar la esperanza y sustituir ese cimiento por
la dignidad. La caridad sin dignidad no es noble.
¿Qué
ideología puede pues tener quién ha vivido en el arroyo?
Sin blanca en París y Londres
explica el origen de la que a lo largo de su vida sostuvo George Orwell. El
libro comienza con una cáfila de chinches estampadas en el papel de la pared y
una bronca entre vecinos como música de fondo. Y esa es la constante en la que
vivió George Orwell durante los años de juventud. Entre la basura, entre los
pendencieros, en un relato que deja al realismo social en bebés de denuncias.
Escrito años después, a partir de los diarios que escribió en esa época,
consciente de que ser cronista significa escribir de un modo tan sencillo que
da envidia, este libro, demoledor, explícito, contundente, nos lleva al arroyo.
Y Orwell trata de reconciliarse con ese arroyo: evita ser directamente
escabroso, pero lo escabroso se intuye.
Su
paso por París es un relato coral en el que la pobreza hace cabal que no exista
ninguna ley. Cada personaje tiene su novela, pero Orwell elige el coro para que
resuenen más en las bóvedas del cráneo de los lectores. La picaresca carece de
atributos; no hay adjetivos para descifrar los acontecimientos que provocan los
protagonistas con tal de sobrevivir. Un ejemplo gráfico es el de ese ruso que
cuando sale a buscar trabajo tiñe con betún la piel que asoma por los rotos de
los calcetines. Los empleadores y los cargos que estafan al pobre son
miserables. El sistema de castas que describe en las labores que tienen que
hacer, como por ejemplo en los hoteles, es idéntico al de la esclavitud y se
cimenta en el miedo a la plebe. Ni siquiera hay un átomo de caridad en su
experiencia, y sí mucha, muchísima hambre.
Después
de ese viaje a París, que comienza a relatarnos in media res, Orwell regresa a Londres. Si creíamos que los
siguientes meses serían menos duros nos equivocábamos. Porque ahora ya no está
en el mundo de los pendencieros o los esclavos. Ahora se ve abocado a ser un
sin techo y, dadas las leyes británicas, no puede dormir dos noches seguidas en
el mismo sitio, lo cual le obliga a moverse, a viajar de barrio a barrio. De
hecho, no puede ni siquiera sentarse en la acera sin ser detenido. La miseria
se multiplica de grado. Duerme en los suelos de las celdas que dividen los
albergues de caridad, fuma las colillas que recoge del suelo, se le mete la
humedad en los huesos y la suciedad le cubre como una segunda piel. Se acabó el
buscar trabajos con los que conseguir suficiente dinero como para comprar pan o
patatas con los que hacer una sola comida al día. Ahora se atiene a la caridad
para obtener una rebanada con mantequilla y una taza de té. Y la caridad
apesta. Los albergues donde duerme, las calles que recorre, rompiendo,
literalmente, las suelas de los zapatos, son monstruosos. No hay nada romántico
en los vagabundos, autocompasivos y desgarrados. Aun así, tropieza con algunos
mendigos que utilizan el ingenio a modo de autohipnosis para sostener los
restos de dignidad humana que conservan. Hacia el final del libro, Orwell comenta
que le gustaría llegar a entender qué ocurre en el alma de esta gente, que no
puede permitirse tener sentido del honor pero se ven abocados a la mezquindad,
con la que convivió, a la que el hambre les transforma en una medusa. La
pobreza es vil, aburrida, sórdida, elimina el futuro. Y hace del alma un
guiñapo.
Aun
así, Orwell encuentra alguna persona fiel con la que compartir sus días, y les
permite ser los mejores actores en esta obra, que en buena medida es a quien
está dedicada. Ellos son los rayos de luz que nos permiten leer este libro sin
que se nos agoten las ganas de vivir. Pero no podemos dejar de pensar, página a
página, que la caridad es cualquier cosa menos una virtud. Porque no debería
ser necesaria, porque colocarla en ese pedestal ayuda a dar carta de naturaleza
a la miseria.
Fuente: La línea del horizonte
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