Novato en nota roja
Corresponsal en Tegucigalpa
Alberto
Arce
Libros
del K.O.
Madrid,
2015
212
páginas
15,90
euros
Como
a Damocles, muchos habitantes del planeta Tierra se sientan a cenar, a diario,
con una espada sobre sus cabezas. Incluso para muchos de ellos, el plato de la
cena no contiene nada, está vacío. Al terror añaden el hambre. Es imposible
encontrar sentido del humor en esta escena, donde se tritura cualquier cosa que
se asemeje a los derechos humanos, desde la vida, el terrón de pan y el
alfabeto, hasta una imaginación deficitaria que te permita escapar medio
segundo del lugar donde te encuentras, medio verso de poesía o la clorofila de
una planta rastrera que nazca entre las grietas del cemento. La historia de la
humanidad se ha movido en un plano astral bien diferente de esa región, donde
lo astral no es que sea un lujo, es que jamás se ha conocido. El lugar de una
invención con naturaleza espiritual lo ocupa una fosa común donde se
descomponen cadáveres en un líquido viscoso, verde y oscuro que se parece más
al infierno que cualquier representación del fuego. Alberto Arce (Gijón, 1976)
fue durante dos años el único corresponsal extranjero en Tegucigalpa, donde
convivió con esa atmósfera de terror en la que la única escapatoria es salir
con el rabo entre las piernas.
Su
planteamiento como periodista es contundente: él ha ido hasta ese país para
conocer su sangre. Mucha de ella derramada por el gesto absurdo de alguien que
un día quiso derramar sangre. El horror y el drama de los que no huye, sino que
los busca, nos lleva a cuestionarnos a qué categoría pertenecen los auténticos
reporteros, los que se pasean por el barrio de las prostitutas y se entrevistan
con el jefe de una banda Mara, en lugar de acudir al despacho del alcalde o a
la reunión de la mesa de redacción de una revista. Uno se pregunta cuánto hay
de humanitarismo en la labor de Alberto Arce, testigo siempre directo, que no
deja de cuestionarse cuáles son las reglas del buen periodismo, del periodismo
de alto riesgo como deporte de combate. Porque este trabajo, en un país en el
que resulta más peligroso vivir que en Irak,
su denuncia se convierte en una necesidad, que es social, que es
universal, pero que sale de dentro. La guerra sorda es la crueldad, lo salvaje,
el barro y la lava, las adolescencias truncadas (¿puede haber algo más cruel y
salvaje que una adolescencia truncada?); la vida a la que se le ha arrebatado
el derecho a los sentimientos hasta un grado en el que calificarlo como
pornográfico es un chiste de mal gusto: “luego pasa que el vicio de matar no lo
pierde uno”, dice un anónimo, una de esas personas con las que se cruza por la
calle.
Este
libro, Novato en nota roja, que,
mucho nos tememos, pasará desapercibido, es una obra perfectamente organizada
para atender a la descripción de la injusticia. Tras presentarse, Alberto Arce
asiste a la escena del crimen. Ve o vigila a la familia del asesinado y al ir
conociendo el territorio, se da cuenta de que todo el mundo tiene un ser
querido asesinado. Se da de bruces contra la imposibilidad de la investigación
y se cuestiona quién ayuda a quién, si es que alguien está ayudando. Entonces
aparecen los narcotraficantes como parte ineludible de la explicación. Y como
consecuencia de ello la visión de una policía medrosa, inútil, pobre. Lo cual
lleva a un régimen en el que la gente normal cambia de vida mudamente, a
escondidas, una vida que se caracteriza por los grilletes hasta en lo más
mundano. Al buscar respuestas en altos mandos, no conocemos nada que no sean
lugares comunes. Y nada hay más común que la morgue y las fosas donde se
entierra a gente sin lápida. Porque murieron por el mero hecho de estar en la
calle. O en la cárcel. Porque para los asesinos matar es una costumbre con la
sensibilidad de la aritmética. Como prueban los Maras en guerra con otros
Maras, con la policía, con luchas intestinas. Y la poca policía que no está
amedrentada, es cruel, cuya máxima representación es el jefe de policía de la
ciudad, al que llamarle ogro es quedarse muy, muy corto.
Cabe
pedir a los lectores que tengan el estómago suficiente como para leer este
libro, esta denuncia de la barbarie. Porque siempre es mejor saber, porque no
es necesario ser valiente hasta la temeridad, como podríamos decir, no sé con
cuánta razón, de Alberto Arce. Pero sí conviene ser lo bastante valiente como
para no dar la espalda a lo que sucede. Y lo que sucede no es solo que esta mañana
nos hemos lavado los dientes tras desayunar unas tostadas.
Fuente: La línea del horizonte
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