Las altas montañas de Portugal
Yann
Martel
Traducción
de Julia Osuna Aguilar
Malpaso
Barcelona,
2016
310
páginas
Al
margen de presagios nefastos para la economía, como las caídas en picado de la
bolsa de Nueva York, a pesar de las calamidades que suponen suicidios por
bebida de glifosato cuando el agricultor comprueba la estafa a que le somete la
multinacional con tantas patentes de semillas transgénicas, queda un rincón del
mundo por explorar y ese, a pesar de Conrad, no es el corazón de las tinieblas.
No es la selva, sino un paraje amable donde llaman altas montañas a cerros y
dientes de roca que apenas asoman seis metros sobre el nivel del mar. La
catástrofe económica no ha afectado, a lo largo de cien años, a los habitantes
y a las aldeas de esa región, un recodo de Portugal, desde la llegada del
primer automóvil, conducido por un tipo requemado, al exilio de un senador
canadiense que posee un chimpancé por mascota. No hay crisis económica que
desbarate a quien se alumbra con un quinqué de aceite y practica la economía
del trueque. Esa es la región del mundo que, sin saberlo, estamos echando de
menos. Da igual que la hayamos conocido o que ni siquiera una postal nos revele
su aspecto. Allí, seguro, uno descansa.
Uno
de los grandes beneficios del descanso es el impulso de la imaginación. Esa es
la sensación que trasmite esta novela de Yann Martel (Salamanca, 1953). Aunque
en otra medida, se sigue conservando la magia de La vida de Pi. Aquí, a lo largo del tiempo, puede suceder cualquier
acto que se asemeje al realismo mágico, sí. Pero además, las páginas de esta
Las altas montañas de Portugal, contienen no solo magia, también humor, un
sentido del humor muy amable, que nos lleva a cuestionar si no deberíamos de
volver a leer la novela, porque ese humor debe contener una alegoría que se nos
escapa. No puede ser casualidad el juego de azar que detalla en actitudes como el
contagio de caminar hacia atrás. El protagonista de la primera de las tres
historias que configuran la novela adopta ese hábito como un avance hacia la
huida. Y allí donde termina, con un coche hecho fosfatina tras mil avatares,
los aldeanos adoptan esa costumbre tal vez como señal de duelo. La disección
acrobática que supone la segunda historia, debería ser un disparate. Pero los
elementos que contiene no son gratuitos. De un cadáver se extrae no su carne y
sus huesos, sino lo que ha sido: una vida. Cien años más tarde de la primera de
las historias, y cincuenta después de la segunda, un senador canadiense ve
fallecer su vida y, al igual que el protagonista de la primera historia, decide
volver a nacer. No importa la edad. Su emblema será un chimpancé, que también
tiene un relato. Como contiene un relato el emblema del primer actor, que porta
el diario de un sacerdote que atendía a los esclavos que viajaban de Sao Tomé a
Brasil. África, pues, está en el nudo del círculo.
Un
círculo con tres colinas por historias y con mucha música de azar. El lector no
debe perder detalle si pretende completar la ficción. La lectura de Las altas montañas de Portugal exige
tanta atención por su trama como las novelas de Agatha Christie, a las que el
forense de la segunda historia es tan aficionado. No hay que perder detalle.
Pero la lectura es tan grata como en su obra anterior. Yann Martel domina la
escritura popular y la literatura tan sencilla, que no puede ser más elaborada.
Finalmente, durante unas horas habitaremos, porque esta novela no se lee, se
habita, en un territorio pobre, en un paisaje pobre y, por consecuente, en un
lugar donde el encanto reside en la calma. Solo por eso bastaría para
aventurarse en los tres itinerarios. Luego, cuando volvamos a leer la novela, hablaremos
del sentido de culpa, del extrañamiento, de cómo se fragua un paradigma y cosas
así de serias.
Fuente: La línea del horizonte
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