Mis rincones oscuros
James
Ellroy
Traducción
de Hernán Sabaté
Literatura
Random House
Barcelona,
2018
490
páginas
‘Amo de mi ser las cosas
oscuras’.
El
verso es de Rilke. Por norma general, tendemos a pensar que de las oscuridades,
de las propias, uno no puede sino concluir la propia indignidad. El éxito del
diván vienés es el de hacer de la conciencia un lujo, una enfermedad burguesa,
porque solo lo burgueses pueden permitirse el recurrir a la terapia con la que
sanarán. Lo de que el mejor psicoanalista es un barman, sería de película del
Oeste sino fuera porque pertenece a los tópicos de la comedia. Pero el mismo
psicoanálisis, es decir, quienes hacen de él que sus pacientes sean sus
clientes, o a la inversa, quienes reciben a clientes para transformarlos en
pacientes, coloca el posible fracaso sobre los hombros del enfermo. O bien
abandona la terapia sin concluirla, o bien se trata de un caso irreparable, de
una pieza defectuosa. Al fin y al cabo, una única pieza defectuosa, de cara al
empresario psicoterapeuta, en un océano de más de siete mil millones de piezas.
Cuando
la indignidad ha venido antes que las cosas oscuras, cuando la conciencia de
indignidad o la duda de indignidad es previo al reconocimiento de la semilla
del mal, entonces es cuando la búsqueda se efectúa con el recurso propio del
hombre: el lenguaje. Y más en concreto, con el lenguaje en forma de narración.
Otros seres poseen formas de comunicarse, algunos incluso unos recursos de
docenas de signos o sonidos, como las ballenas. Solo los humanos han sido
capaces de llegar al relato a través del sistema de comunicación. El
psicoanálisis, en definitiva, nos reconcilia con el relato porque es imposible
revivir el pasado. Por norma general y desde su origen, la idea es que el
paciente, que paga por curarse una cantidad al alcance de muy pocos, se narre a
sí mismo la historia. Aunque es consciente de que alguien, muy discreto, le
está escuchando. Es como si a uno se le ilumina una solución mientras habla,
pero en una terapia de largo, muy largo aliento.
Sobre
esta obra, Mis rincones oscuros, se
han escrito suficientes reseñas como para que nosotros añadamos nada especial
en lo que atañe a su valor literario. Y decimos valor y no calidad, por la
polisemia del término. El tiesto que le cae en la cabeza al bueno de James
Ellroy (Los Ángeles, 1948) es el asesinato sin resolver de su madre. La primera
parte del libro refleja, de forma tan objetiva como un informe, la
investigación policial que tuvo lugar. Lo que resulta curioso al hacer una
nueva lectura, es darnos cuenta de que el género de la obra ha cambiado. Cuando
se publicó pertenecía en buena medida a la literatura negra, y también al
autobiográfica. Pero hoy es un testimonio que refleja no solo los rincones
oscuros de James Ellroy, y su trabajo, durísimo, para llegar a amarlos. Sino
también toda una época. Nos habla de cómo era la sociedad de Los Ángeles en los
años cincuenta y, posteriormente, en los sesenta. Ellroy pertenece a la tribu
de los humillados y ofendidos. Huérfano de madre y con un padre del que es
mejor no saber qué supuesto en su vida, y que también fallece antes de que él
alcance la mayoría de edad, nos vemos inmersos en el realismo social. Ellroy se
despacha bien a gusto con los rincones oscuros de California: la casta de los
desfavorecidos, mucho más numerosa que la de los que se pueden permitir pagar
el diván vienés dos veces por semana.
Ellroy
espera décadas para protegerse descodificando su vida en esta obra magistral,
inmensa y descarnada. La parte en la que refiere su adolescencia y su baño de
drogas, junto a las formas de masturbación compartida, duele. Es la espada
atravesada entre las costillas de la sociedad americana. Es Ellroy, pero es
otros tantos como él, muchos de los cuales no han podido siquiera vivir para
contarlo. La intensidad es tal que basta para empujarnos a terminar de un tirón
el resto del libro. Hay un trozo que es testimonio de época, el referido a un
policía, un detective, pura honradez e inteligencia, y la descripción de los
métodos policiales en una época que se nos antoja medieval. El reloj ha corrido
demasiado deprisa y los tiempos se han acelerado, a la vez que las redes de
posibilidades de obtener información, sin levantar el culo del asiento, se
multiplicaron por un millón. En cierta medida, lo leemos con el interés que
tiene la pegada de Ellroy, pero también con el de sumergirnos en la deducción
sin internet. Stoner, que es el apellido del policía, está más cerca de Guillermo
de Barskerville, el héroe de El nombre de
la rosa, que de la policía científica de las series de televisión.
No
contento con haberse desnudado, Ellroy necesita vestirse. En eso consiste el
psicoanálisis: uno se ha construido un andamio para sostener su propio
edificio. El psicoanálisis derriba el andamio y lo sustituye por la verdad, o
al menos por la verdad del paciente. En este caso, Ellroy considera que los
cimientos son la muerte de su madre, que de no haber sucedido no habría sido
Jame Ellroy, no habría tenido mala conciencia de sus rincones oscuros. De ahí
que en un ejercicio de estilo, y nos referimos al estilo de vivir, no a la
prosa, siendo ya un escritor consagrado de novela negra, se valga de los trucos
que ha conocido, de sus investigaciones, para aplicarlas a un caso sin resolver.
En los asesinatos, a la hora de la verdad, solo existen los evidentes y los
imposibles. El género de novela policíaca, el género de novela negra, tal vez
sea el más fantástico de todos, por encima de la ciencia ficción. De hecho, la
ciencia ficción suele asentarse sobre el análisis de la realidad y hacia dónde
nos conduce. Ahora se llama distopía, como antónimo de utopía. La
investigación, exhaustiva, de Ellroy, no es ni utópica, aunque las intenciones
lo aparenten, ni distópica, aunque se dé de bruces con callejones sin salida.
Es, en buena medida, una nueva descripción social. En este caso, formada por un
Don Quijote, el propio Ellroy, que se volvió loco a cuenta de la literatura y
su obsesión oscura, y un Sancho Panza, Stoner, tan astuto como realista. Uno
vuelve a leer esta obra pensando que los años habrán pasado para ella. Pero no
es cierto. La solidez de la conciencia como un infierno, sostiene el edificio
que ha construido alguien que en lugar de acudir al diván vienés nos ha
regalado una obra magistral.
Fuente: Oculta Lit
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