Los turistas
Jorge
Carrión
Galaxia
Gutenberg
Barcelona,
2015
212
páginas
La
literatura es una cosa seria. O tal vez no. La vida debe de ser, también, una
cosa muy seria, tal y como se empeñan algunos en el placer de cada segundo. En
este caso, si la vida es seria es por el tozudo empeño de la gente, por
confundir el hedonismo con el alma, no porque renieguen de las risas. El humor
es una cosa seria. O tal vez no. ¿Y lo es el sexo? La literatura, la vida, el
humor, el sexo. Viajar debe de ser algo muy serio para aquellos que se empeñan
en definir sus desplazamientos, más o menos sofisticados, como un viaje,
rechazando el sustantivo turismo como la realidad de su actuación. ¿Debe ser
serio viajar? ¿Debe ser serio hacer turismo? Tal vez no. Pero cuando uno se
pone a escribir sobre todas estas cosas, amparándose en el paraguas de una
indagación más o menos ética, más o menos estética sobre la identidad, obtiene
como resultado una cosa seria. O una cosa comprometida. O, para ser más
concretos, un proyecto literario que se asemeja más a Juan Goytisolo, sin
intención de ocultarlo, que a Nigel Barley. Y a la hora de la verdad, uno no
sabe en cuál de los dos existe más literatura, si en el que se empeña en
ponerla sobre el tapete inventándose una nueva modalidad de póker, o en el que
nos divulga con buen humor sus anécdotas, haciéndonos pasar un buen rato y
dejándonos con el sabor de cosa seria que existe al otro lado del mundo.
Esta
novela, Los turistas, de Jorge
Carrión (Barcelona, 1976), entra directamente en la consideración de la
literatura como algo serio. Lo cual no es ningún reproche. De hecho, la novela
se cimenta en tres pilares y un cuarto que no se descubre hasta el final, pero
que atraviesa toda la obra. El primero son las descripciones de un turista
adinerado; fundamentalmente construidas a base de montar palabras sobre
palabras, detalles sobre detalles, pero que no son gratuitos: presta atención
al mundo que para sí construye, hedonista y vacío y está lleno de humor. El
segundo es la sensación de paisaje después de la batalla, la impresión de que
ya no queda nada más que moverse para justificar el propio movimiento; y si uno
no se mueve está muerto. Hay, pues, una sensación de derrota confesa desde el
principio. El tercero es la presunción de la parte de ingenio que forma alguna
circunvolución cerebral; como prueba el efecto cascada de la prosa en el que
los aciertos se suceden a los aciertos con riesgo de producir cansancio,
momento en el que Carrión cambia de párrafo. Y por último está una tirantez
sexual que obligará a la relectura mental de la obra al finalizar las
doscientas páginas.
El
periplo de un viajero con un bolsillo sin fondo, siguiendo en una suerte de
extrañamiento a una anciana, nos guía por lugares comunes que Carrión aprovecha
durante la primera parte de la obra para dar cuenta de que la obsesión por el
escrutinio sirve para mantener al lector atento. En un interludio, Carrión nos
ofrece un malabarismo, un ejercicio de estilo en forma de poesía que comienza
en tono de canto gregoriano para terminar en verso libre, un periplo que abarca
los lenguajes de todos estos siglos sin que apenas percibamos las transiciones,
protagonizado en primera persona por un inmortal. En la tercera parte, los
diálogos, por los que tanto ha demostrado debilidad en sus ensayos sobre series
de televisión y guiones cinematográficos, ocupan más espacio. El viajero se ha
detenido en Egipto, un país que es oriental y occidental, moderno y antiguo,
exótico y sobreexplotado pero convincente para el turismo que tiene un tanto de
gremial: si vas a la Habana tienes que practicar el sexo, y si vas al Mar Rojo
debes iniciarte en el submarinismo. Dicho de otra manera, el turismo no es que
sea una vulgaridad, es, sencillamente, el descanso para hombres sin rostro. De
ahí esa necesidad de entablar conversaciones entre gente de variado pelaje, con
la identidad como telón de fondo. Sea lo que sea la identidad.
Hay
en esta novela una cierta manía de tender a psicologizarlo todo a través de la
textura. Incluida la tensión sexual. Se impone la cuestión de si lo efímero
puede ser profundo. Una conclusión acerca de las formas y fórmulas
estructurales y temporales, de uso lingüístico y juegos sintácticos no
habituales, que al convertirse en una prioridad roban un poco el alma de los
libros. Uno no se imagina a Tolstoi ni a Kafka tratando de explorar esos
territorios de la escritura, y sin embargo la literatura universal no es la
misma sin ellos: Anna Karénina es un
ladrillo del muro de cimentación de la literatura, si lo robamos, ésta se viene
abajo. Jorge Carrión se encuentra ahora mismo ahí, al filo de conseguir que
entre el alma en sus textos. Quienes le han seguido podrán comprobar cómo poco
a poco ha ido cambiando para ser más humano que divino. La ventaja con la que
juega como escritor es que le queda camino por recorrer, y eso es una buena
motivación. Por ahora solo cabe recomendar que no dejen de seguir a este autor,
o que comiencen a leerle por este Los
turistas.
Fuente: La línea del horizonte
No hay comentarios:
Publicar un comentario