Sarajevo
Alfonso
Armada
Malpaso
Barcelona,
2015
199
páginas
Hace
más de cien años, durante la revolución industrial, cientos de miles de
hectáreas de bosques fueron esquilmadas en el norte de Europa y en las islas británicas.
De la escabechina apenas se libraron unos pocos árboles, aquellos cuya madera
no entraba en combustión con la potencia precisa y aquellos cuyos troncos no
eran lo bastante duro como para formar parte de la quilla de un barco o ser
viga en una catedral laica forrada de hierro y cristales. Ahora su presencia es
la más necesaria. Su inutilidad de entonces ha dado paso a una sacralización
gracias a un pequeño dios que conocemos como clorofila. Sin ellos, el mundo se
iría al garete mucho más deprisa.
De
esta índole es el trabajo de un reportero que visitó Sarajevo y otras ciudades en guerra durante la época de estigma que
supuso la Guerra de los Balcanes,
dividiendo, para Europa, el tiempo en dos partes, con mucho más rigor que el
día en que cambió el siglo. Leídas años después, las crónicas de Alfonso Armada (Vigo – 1958) durante el
asedio a Sarajevo, poseen la precisa inutilidad literaria que hace para el
lector, y para cualquiera, una lectura tan valiosa como el oxígeno que producen
las plantas que se salvaron en su día. La impresión de recuperarlas en la
colección Lo Real, que dirige Jorge Carrión para la editorial Malpaso, es la de retornar al velero
que ha permanecido olvidado en el amarre durante el invierno. A lo largo de los
años, sabemos que no han cesado de crujir los amarres, porque sabemos que no
hay invierno sin temporales. Pero Alfonso Armada se prometió volver a navegar
esas aguas, porque a lo largo de los años no ha dejado de pensar un solo día en
el velero y en las tempestades. La memoria viene a ser imprescindible para no
considerarse un náufrago.
Al
azote que en su día supusieron estas crónicas, que reflejan la hora punta de la
guerra para la gente, se añaden las anotaciones que iba reflejando en sus
cuadernos personales. De esta manera, a la crueldad que gestiona el afán de
crueldad se enfrenta, a vuela pluma, la insignificancia del saberse humano. Al
dolor social y al arrojo humanitarista que supone intentar ponerse del lado de
aquel indefenso a quien le cercenaron su vida, se añade unos tintes de una
humanidad que regresan a la esencia de no entender nada que tienen los
adolescentes con la sensibilidad puesta al día. Frente a la dignidad de los
demás, se lee el miedo propio; el coraje cívico contrasta con algo que no es
enfado ni ganas de echarse a llorar, pero que se parece a ambas cosas con el
volumen subido a plena potencia. Armada hace de la guerra algo suyo durante su
viaje como cronista, y se da cuenta de que el dolor le supera y con el
diccionario no le basta para expresarlo. Se siente vivo, desgarrado pero vivo,
todo él carne cruda, tanto en las crónicas que escribe con un oficio impecable,
como en los diarios en los que leemos que él ha sido algo más que un agente de
la realidad.
La
experiencia no es nueva. Hace unos años, una combinación idéntica se fraguó
para dar lugar al libro Cuadernos africanos, que no estaría
de más que volvieran a editarse. Al igual que en África, son los perdedores, los que han perdido no mucho, sino
todo, los que muestran más compasión. Seguramente sea cierto eso de que existe
mucha más humanidad, mucha más dignidad en el sufriente que en el vencedor. Las
fotografías de Gervasio Sánchez, que
acompañó a Alfonso Armada en los viajes, dan fe de ello en un reino que parece
condenado a sufrir la violencia. Algo que también parece deducirse de esa gran
crónica sobre la historia de la región que se titula Un puente sobre el Drina,
escrita por Ivo Andric.
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