Reportero
David
Remnick
Traducción
de Efrén del Valle y Juan Manuel Ibeas
Debate
Barcelona,
2015
367
páginas
Esta
vida puede ser muy perra o puede ser como esa mascota cariñosa que nos añora
cada vez que cerramos la puerta, y lame nuestras manos con todo el amor que es
capaz un perro cuando nos ve coger la correa para salir con él al monte. En
cualquiera de los dos casos, resulta sencillo descifrar en qué consisten los
demás: o el infierno que proponía, con algo que uno llamaría asquerosidad, Jean
Paul Sartre, o la gloria de saberse querido. Pero nuestros días no suelen ser
tan sencillos. Lo más frecuente es que topemos con personas nuevas y con viejos
conocidos frente a los cuales saquemos siempre la misma conclusión: que somos
capaces de entender quién es él, pero que sin embargo no podemos descifrar el
misterio.
Transformar
este principio activo en literatura ayuda a cimentar un proyecto novelístico.
Más complejo aún es transformarlo en literatura pero no ateniéndose a la
libertad de la novela, sino a los corsés del periodismo, del periodismo de
reportajes. David Remnick (Estados
Unidos, 1958) está dotado de ese don, el de recorrer el mundo para viajar
directamente a las personas. Reportero
recopila varias de sus crónicas y perfiles publicados en los medios para los
que ha trabajado como el Whasington Post
y el New Yorker. De él hemos podido
leer alguna obra tan voluminosa como imprescindible de acabar una vez que se
acaba la primera frase, entre las que destaca La tumba de Lenin (Debate, 2011), con la que obtuvo el premio Pulitzer, que retrata los últimos días
del imperio soviético.
Su forma de afrontar el perfil
de la persona no es tanto la entrevista directa como la convivencia, viajar a
ellos, acompañarles. En este libro se reúnen piezas dedicadas todas
ellas a gente famosa, en su mayoría triunfadores y, sin mencionarlo, en cada
crónica subyace a modo de sustrato la pregunta de qué color es la ambición
sobre la que se gesta su personalidad. Y, acostumbrados a salir de los apuros,
el interrogante de dónde están sus límites. Las piezas son extensas, un riesgo
que corre Remnick, dado que el lector puede cansarse de su lectura, pero que
solventa saltando de una cara a otra del poliedro que es el personaje al que ha
viajado, porque para llegar a ellos debe seguir su rastro por medio mundo. Sin
dejar de atenerse a cada caso, sin andarse por las ramas, reflejando en cada párrafo la versión de eso que se conoce como
carisma, algo con tantas formas como personas existen. Algo en lo que no
nos distinguimos demasiado ni de nuestras mascotas ni de los perros callejeros.
Ese carisma es una información que va dosificando con una profesionalidad que
se convierte en su estilo, y que nos deja, con frecuencia, con el sabor
indistinguible en la boca de cuánto hay de víctimas y cuánto hay de gloria en
los protagonistas. Remnick consigue que sus perfiles sean algo así como una
autopsia en la que colabora el cadáver.
Cadáveres
como Al Gore, del que quedan tantas
intrigas en el aire, de apariencia bondadosa y estado críptico social. O como Tony Blair, que en los momentos más
difíciles de su carrera política, estando entre la espada y la pared elige la
espada. O Philip Roth y sus
obsesiones, que cree universales, con el que de alguna manera consigue
hermanarnos. También Don Delillo,
que se muestra consciente de intentar ocupar un hueco que explique algo
incompleto: qué significan las cosas y los actos para la gente. De Vlácav Havel extrae esa impresión de
hombre agradecido o que agradece, al que disculpar o que se disculpa. Con Bruce Sprinsgteen demuestra que el mito
sumado al hombre da como resultado la leyenda. Solzhenitsin y su vehemencia ética sin moraleja, se contrapone a un
Putin como único animal simbionte
que explique la Rusia postsoviética. Especialmente significativo resulta leer
el perfil del odiador Netanyahu
seguido del conciliador Amos Oz,
para relatar a continuación la crónica de las negociaciones tras la muerte de Arafat; uno no puede por menos que
preguntarse qué hubiera sucedido si en vez de los hombres obtusos hubiera sido
Amos Oz el que hubiera negociado con, por ejemplo, Edward Said, la salida a la existencia de dos estados o de un
estado con movimiento libre para los ciudadanos árabes y judíos. Añorar ese
buen espíritu es uno de los grandes logros de Remnick, que escribe de manera
que se maldice al teléfono cuando suena interrumpiendo la lectura.
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