Los indómitos de la montaña
Dino
Buzzati
Traducción
de Amélia Pérez de Villar
Gallo
Nero
Madrid,
2016
323
páginas
Ahora
vivimos un tiempo de puertas blindadas. Cuanto más compleja es la contraseña,
mayor es el alivio. Hemos llegado a ponerle puertas con muchos cerrojos a algo
que no existe, como son las comunicaciones a través de ondas que ni siquiera
hacen vibrar el aire. Esa intuición del absurdo llenó bastantes páginas de la
literatura del siglo XX. Tal vez no fueran las mejores, pero seguramente sí las
más importantes. Dino Buzzati (Belluno, 1906 – Milán, 1972) perteneció a la
estirpe de los observadores, esos que hoy llamamos visionarios, una vez que sus
metáforas se transformaron en nuestra realidad. Todos vivimos en una fortaleza
Bastiani, como el protagonista de El
desierto de los bárbaros, a la espera de un hecho que nos moriremos sin que
haya tenido lugar. Pero existe otro Buzzati más allá del de sus novelas y el de
alguno de los mejores relatos de la historia. Existe un Buzzati que tenía que
ganarse las lentejas.
Buzzati
colaboró con varios medios periodísticos en las páginas deportivas, y una de
sus especialidades tuvo que ver con la montaña. Acérrimo defensor de los duros
guías alpinos, de las grandes conquistas del Himalaya, reclamaba la sinceridad
de ir en pos de, la sinceridad de la llamada de esos valores que atribuía a la
montaña y que resultaban excesivos para su energía: la potencia, la seguridad,
la energía moral, la lucha y la felicidad de no tener miedo. En sus crónicas,
que comienzan por una recopilación de elegías, se destila la admiración por el
último reducto de la aventura. Las montañas son un lugar donde belleza y fuerza
son sinónimos, son la misma virtud. Aun reconociendo que se trata de montañas
de la mente, que todo lo que a ellas atribuimos es pura proyección, no se cansa
de repetir que llegar a la cima nos hace mejores. Lo que carece de relevancia
es que la historia de cada escalada sea grande o pequeña. Pero sí resulta
doloroso el ver la culpa que siente quien ha sobrevivido a una catástrofe en la
montaña, como expone a través de uno de los más grandes: Walter Bonatti.
“Los
hombres de la montaña, cuando bajan al llano, resultan en cierto modo algo
aplanados, reducidos, incluso menos bellos”, dice o se interroga. Porque la
explicación que encuentra para que alguien se dedique a la montaña es la
moraleja del cuento del escorpión y la rana. Esa es su naturaleza. Por su
parte, Buzzati aporta la nostalgia por las cosas que no ha conocido, el
lamento, la no aceptación a pesar de la senectud. Mientras tanto se ha doblado
en esfuerzos para igualar con el lenguaje a los paisajes, para evocar con la memoria,
para enunciar con la mirada, para dialogar con las cumbres, para soñarlas, para
adjetivar la palabra fascinación, para intentar hacer literatura con las
crónicas, hasta rendirse ante los límites del lenguaje verbal. Los reportajes
sobre la primera coronación del K2 son la mejor muestra de ello.
Pero
no cabe rendición, ni siquiera en la redacción más práctica. De ahí la sorpresa
que atrapa al lector, como si saliera de un pozo para volar en el mismo impulso
hacia las nubes, a la hora de leer los ocho cuentos finales. Aquí tenemos a
Buzzati en pleno esplendor. Ese primo de Kafka pero más humano que el autor
checo, más a pie de calle, más creíble y por tanto más difícil. Este que
consigue que parezca posible que un etéreo poder burocrático prohíba las montañas,
escenario simbólico de la libertad. O que transforma en relato la ilusión del
último suspiro. O concibe como nadie la imposibilidad de terminar un duelo
cuando la muerte ha sido épica y romántica. Incluso se atreve a cuestionar a
las montañas como dioses y las atribuye el valor de la fragilidad, o que sabe,
como si fuera el único consciente de ello, que si las montañas pueden esconder
un Shangri-La, también pueden ocultar su contrario. En definitiva, ese maestro.
Fuente: La línea del horizonte
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