La aventura y la patria
El
taxista acelera, tras ejecutar un pésimo cambio de sentido en mitad de una
avenida, y a punto está de atropellar a los peatones que se han puesto en
movimiento nada más ver que cambió el color de las luces del semáforo. Uno de los
peatones, un extranjero, al comprobar que al taxista le importa bien poco la
vida de los que marchan a pie, hace un gesto levantando los hombros,
recriminándole un tanto su dejadez. El taxista, un imponente hombre oscuro que
guarda una pistola en la guantera, baja la ventanilla y escupe al extranjero su
respuesta mostrando toda una fila de caninos de tiburón detrás de los labios: “¿Quieres morir?”, grita a pleno
pulmón, soltando nicotina y alquitrán por la boca. Y a continuación se detiene
con un brusco frenazo, subiendo una rueda al bordillo de la acera, mientras se
escora hacia la guantera, dispuesto a recoger su arma para enfrentarse al
extranjero.
No
es un suceso inventado. Es algo que ocurrió a mediodía, en pleno agosto, en una
de las calles más céntricas de Manhattan. La anécdota no tuvo consecuencias
porque el extranjero, abrumado a la vez que paciente, eludió el combate. Y se
refugió en esa multitud informe y anónima que, de haber tenido lugar la ofensiva,
se hubiera limitado a convertirse en espectador mientras cargaba la
responsabilidad de la violencia en quienes no estaban presentes. Porque de ese
cariz es la enfermedad de la ciudad por antonomasia. Si el paisaje nos construye, las grandes urbes contribuyen a la desazón
con unos arañazos muy canallas en nuestro sistema nervioso. Ni siquiera las
hojas de los árboles conservan un buen espíritu en las ciudades, un espíritu bueno,
pues al caer son meras hojas podridas, suciedad. Sin embargo, en la naturaleza
son alimento, son miel para Gaia.
No
resulta sencillo que un horizonte interrumpido por edificios ayude a combatir
la miopía. De hecho, a quienes tienen la condición de la mirada estrecha, a
fuerza de tanto hormigón, conviene recomendarles horizontes amplios, que intenten hacer suya la perfección de
los ocasos con viento morado, de la yerba colmada de un rocío que son
diminutas piedras de hielo, de los naranjas del otoño en el bosque o de la
nieve virgen, esa que cruje bajo las botas con un gemido de hojaldre. Otro
carácter hubiera tenido el taxista de haber conocido la belleza, de haber
conservado algunos átomos de su aliento libres de contaminación. Manhattan es un espanto. Cabe preguntarse
qué pauta del alma desearía hacer de ese lugar su patria. Porque, a fin de
cuentas, al igual que la aventura es el
lugar hacia el que partir, la patria es el lugar donde quedarse. Son muy
pocos los que han conseguido igualar la aventura y la patria, y entre ellos
destaca Joseph Conrad, dado que en
él tanto la patria como la aventura es el mar. En Conrad la patria y la
aventura son, de nuevo, la mirada perdida en la belleza, en amplios horizontes.
Por
eso nos resulta fácil comprender a quien elige hacer de su patria la montaña,
un terreno abierto a la aventura. Y el sentido de aventura define al hombre de
acción, mientras que el de verdadera patria, esa patria que se gesta en las
emociones, determina al hombre contemplativo. Y no hay más intensidad en la vida de acción que en la de contemplación
apacible. Porque la intensidad nos
la va a dar la sensación de estar enamorado, y no la agitación de los
estímulos que recibe el cuerpo. Tal vez por eso uno se sienta enamorado cuando
permite a su mirada vagar por los valles y las cumbres, por los collados y los
arroyos, por las nubes y por unos paisajes preñados de un silencio muy entero.
Fuente: La línea del horizonte
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