La voz del hielo
Simone
Moro
Traducción
de Rosa Fernández Arroyo
Desnivel
Madrid,
2015
192
páginas
“Lo
imposible es sólo una excusa para rendirse”.
El
universo es un silencio de infinitas piedras pómez corriendo por un espacio
oscuro y salteado por infinitas galaxias, y por estrellas suficientes como para
destilar mil mitologías. En su esencia, el universo, como la vida, es vacío. Y
el que uno atribuya que algún tipo de sentimiento puede encontrarse en el
corazón de algo que no tiene centro, no deja de ser una sugestión a través de
la que considera que ha encontrado la esencia de la felicidad. De la misma
manera, puede atribuirle a una cucaracha o a un lagarto la culpa de su
desdicha. Salpicando los miles de millones de metros cúbicos del espacio, en el
que no existen ni siquiera moléculas suficientes como para transmitir un rumor,
unos grupos de átomos fósiles adornan el territorio. Y sobre uno de esos grupos
de un color azul, por azar, los átomos desarrollaron unos seres bioquímicos.
Estos seres se lanzaron a la conquista de la superficie del planeta al que
llamaron Tierra. Un día los seres bioquímicos inventaron el cine y gracias a él
los nuevos mitos, como el Salvaje Oeste, en el que descubrimos que detrás de
los conquistadores llegaban los predicadores asustándonos con libros como la
Biblia. Las películas del oeste resumen así lo que ha sido la historia del
hombre.
El
que primero que llegaba a un territorio no habitado, se hacía con un título de
propiedad. Y después despejaba el territorio de lagartijas para que no le
interrumpieran mientras se convencía de que estaba haciendo historia. Pero para
transmitir esa hazaña precisaba del predicador, dado que él era un perfecto
analfabeto. Entonces comenzaba dictando al predicador sus méritos, para que
redactara algo que a lo que más se parecía era a un libro de autoayuda: “si yo
he podido conquistar mi sueño, todo el mundo puede”. El problema es que un
enfermo con marcapasos, por más que se empeñe el colonizador, o Simone Moro (Bérgamo, 1967), no puede
ni siquiera pasar por el arco de seguridad de un aeropuerto, y jamás podrá
subir al K-2, por mucho que éste sea su deseo. Por tanto dirá que ese sueño es imposible
y renunciará a él. Lo cual no es una rendición.
Simone
Moro es bastante claro a la hora de especificar que ese ha sido el mensaje que
pretendía transmitir en su libro La voz
del hielo, cuya lectura lleva, sin embargo, a otras reflexiones mucho más
interesantes. Por ejemplo, la necesidad de que por fin alguien escriba el
equivalente a Moby Dick en la
literatura del mar, situando la acción en las montañas. Gracias a Melville, a
Conrad, a Stevenson, y a que el mar no es sólo una masa de agua, también son
las costas y las islas, y los espacios desconocidos donde habitan los
monstruos, se puede hablar de una literatura del mar. Para hablar de una
literatura de la montaña debemos olvidarnos de la novela y el relato. Debemos
prestar atención a la crónica, donde Joe
Simpson o el mismísimo Messner,
entre otros, supieron darle una potencia de la que carecen la mayor parte de
los diarios de los navegantes. Simone Moro aporta sus páginas a esa leyenda. Privado
de la pegada que tienen otros autores, la voz de Simone Moro, más lineal, si
consigue atrapar al lector no es por sus méritos literarios, sino por llevarnos
de la mano a las más exigentes de las expediciones invernales. Lo cual es más
que suficiente para quienes pretenden admirar ese arrojo sin sentir envidia,
para los incondicionales de la montaña que encontrarán aquí unas buenas horas
para pasar el próximo fin de semana, dado que los hombres del tiempo vaticinan
tormenta.
Pero
el interés no se detiene ahí. También se encuentra en la indagación que él
mismo, acaso sin darse cuenta, nos propone sobre quién es Simone Moro. No
conviene certificar ninguna conclusión, pero sí proponer el juego al lector de
ir recreando el carisma del alpinista italiano: tal vez polémico, tal vez
invulnerable, tal vez maniqueo, tal vez rencoroso, tal vez enamorado, tal vez
prudente, tal vez leal. Él es, sin duda, uno de los grandes, y lo sabe. De ahí
que merezca la pena seguirle para conocerle.
Y,
finalmente, queda en el aire la impresión de si, al margen de la sentencia con
que concluye el libro -“lo imposible es sólo una excusa para rendirse”-, que
aparenta tomar el rábano por las hojas, queda el debate sobre el éxito y el
fracaso. Una serie de circunstancias éticas que también perseguían a los
conquistadores del oeste, reflejadas en las advertencias del predicador o en la
dignidad de John Wayne. Una dignidad
que Simone Moro emula cuando se refiere a sus compañeros de cuerda. Porque la
reflexión moral a la que uno puede someterse tras leer este libro, tiene que
ver con el éxito y con el fracaso. El éxito parece ser, precisamente, éste:
tener un compañero de cuerda.
Por
último, comentar que uno le pediría a Simone Moro para una próxima entrega de
sus trepadas un par de cosas. La primera que no renuncie al apoyo de un
prosista contundente. Y la segunda es que, por favor, no obligue al lector a
pasar tanto frío.
Fuente: La línea del horizonte
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