Naturaleza virgen
Robert
Macfarlane
Traducción
de Catalina Martínez Muñoz
Alba
Barcelona,
2012
347
páginas
A través de minúsculos
itinerarios por la geografía de las islas británicas, Robert Macfarlane
construye un libro muy hermoso sobre la necesidad de reconocerse en la
naturaleza. Porque el verdadero hogar está donde está la vida.
Marcovaldo es un
conjunto de relatos escritos por Ítalo Calvino en el que un personaje descubre
restos de naturaleza entre la arquitectura urbana. Marcovaldo, que es el nombre
del protagonista, se detiene a observar, con ternura, unas setas que nacen al
pie de una farola o una fila de hormigas en la grieta de una fachada. Entre
este tipo genial y la convivencia extrema con la naturaleza, la que aparece en
obras como El peor viaje del mundo,
de Cherry-Garrard, o Arenas de Arabia,
de Wilfred Theisiger, cabe un amplísimo espectro de formas de relación con la
naturaleza, que es la esencia de la que venimos y, por tanto, la materia que
somos. Por mucho que nos empeñemos en identificarnos con la urbe, a la que
vinculamos, engañándonos, con la civilización (“una cultura no es mejor que sus
bosques”, nos recuerda W. H. Auden), será la terapia del contacto con la
naturaleza la que resuelva para nosotros la disyuntiva de Shakespeare: entre
ser y no ser, en ese lugar, a través de la naturaleza, es donde escogemos,
definitivamente, ser.
De
eso trata este libro, esta mirada de Robert Macfarlane (Halam,
Nottinghamshire,1976), esta necesidad de consuelo del hombre
que vive en la ciudad. Porque en algún momento surgirá la añoranza, sobre todo
cuando uno pone al día su sensibilidad. En un tiempo en el que utilizamos las
neurosis para cubrir las carencias emocionales, para evitar enfrentarnos a
nuestros sentimientos, a las pasiones y a la piedad, al mundo sensitivo y al
afectivo, en un planeta en que se impone el antipaisaje, que es la cárcel
urbana, el aire millones de veces respirado y contaminado, el mundo de la
polución lumínica (“Las ciudades existen en un permanente crepúsculo de
sodio”), Macfarlane se convierte en un autor imprescindible. Aquí elige ser
lírico, porque se niega a ser elegíaco, y así es como emprende pequeños
periplos a lugares de Gran Bretaña e Irlanda donde todavía reconoce la génesis
de la Tierra. No es casualidad que siempre que tiene ocasión, el autor decida
darse un baño aunque sea en aguas frías. No es casualidad que se bautice en
cada parada, que dedique unos minutos al rito que significa volver a nacer,
retomar la vida y aceptarla.
“Empezó
a soplar el viento y salí hacia el bosque”. Así comienza este hermoso libro.
Cuando por lo general es al contrario, cuando uno espera a que terminen las
inclemencias para abandonar el edificio en el que vive, Macfarlane aguarda a
que se manifieste la naturaleza para acudir a ella. Porque ese es su verdadero
hogar. Porque el hogar está donde uno se siente libre, y la libertad tiene un
estrecho vínculo con la armonía. Y la armonía se reconoce en lo natural, en las
capas del universo que limitan con lo salvaje. Pues de eso también trata este
libro, de la difusa frontera entre la belleza y lo temible, que es un espacio
muy frecuentado por la poesía. Y por tanto un espacio que para describirlo uno
debe tomarse su tiempo. Macfarlane se demora tanto como es conveniente para describir
los detalles que visten a las cuatro estaciones que, de alguna manera, para él
constituyen el esqueleto de la naturaleza. Algo que no es casualidad, pues son
ellas las que definen el tiempo real, un tiempo que no es una dimensión: “El
tiempo encuentra allí sus formas minerales y aéreas; no está en la esfera del
reloj, ni tampoco en la agenda”. El tiempo no existe, dado que en esencia sólo
existe el hoy: “aquella jungla en miniatura hundida en la caliza era puro
presente, puro proceso; existía en un fecundo y permanente ahora”.
Como
Thoreu en Walden, pero inventándose
periplos de peregrino hacia ningún lugar, Macfarlane da paso a su educación
sentimental. Y así el libro, y su sabiduría, se organizan en las etapas que
configuran la naturaleza del cosmos, que son siempre las mismas, estemos
hablando del microcosmos de Marcovaldo o del macrocosmos de Robert Scott. La
enumeración de las mismas, y el tema que aborda en cada una de ellas, es
concluyente: del hayedo surge la motivación; la isla es una metáfora del
exilio; el valle expone la convivencia de la belleza con el horror; en la
turbera se vincula a la naturaleza con las leyendas, que son refugio en tiempos
difíciles; el bosque es el encantamiento y los árboles la vida; del paso por el
estuario deducimos que todo existe para ser poesía; en el cabo sentimos la
soledad gracias a la contemplación inmensa; en la cumbre la convivencia con
formas de hostilidad; las tumbas nos ayudan a reconciliarnos con la muerte; la sierra
nos demuestra que la nieve y el invierno son formas de purificación; de la
existencia de las cañadas deducimos que no todas las cicatrices son perniciosas
para los ecosistemas; en la playa de tormenta comprobamos que la propia
naturaleza nos relata su historia; en la marisma comprobamos cómo la lentitud
de la naturaleza es una terapia contra la tristeza; y el peñasco viene para
imponer la idea de que la naturaleza siempre recompensa, siempre te devuelve en
la medida en que te entregas.
Naturaleza virgen es,
en definitiva, un libro repleto de bondades, de buenas cosas buenas. Existen
los libros bondadosos en el mismo sentido en que existen personas bondadosas. Y
este es uno de ellos. Un libro para leer a tramos lentos, poco a poco. Un libro
para colocar en la mesilla de noche y consultar un rato antes de apagar la luz.
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