Palmeras de la brisa rápida
Juan
Villoro
Altaïr
Barcelona,
2016
186
páginas
“Parece
imposible que el mundo real sea esa deriva”. La cita está trucada. En el libro
aparece con bastante texto por delante y una coda a continuación. Es parte de
una frase más larga, con sus subordinadas a coro y los tonos de la excelente
prosa de Juan Villoro (Mexico D.F., 1956). Pero sirve para definir el sentido
del viaje para Villoro. O sientes que parece imposible que el mundo real sea la
deriva a la que asistes, o no has viajado. “Los grandes viajes son testimonio
de coraje”, dice; con lo cual suponemos que este viaje pacífico que emprende a
Yucatán supone un acopio de valor. En buena medida, un valor equivalente al de
conocer o reconstruir a una madre de la que no pudiste disfrutar en la
infancia. Por decirlo de otra manera, el hecho de que el mundo real sea esta
deriva, este viento, te hace desencajar la mandíbula, te pone la piel de
gallina, o es así o no has vivido, que es tanto como suponer que no has
viajado. Para saber viajar y para saber vivir hay que estar dispuesto a la
gracia y al llanto, pero sobre todo a reconocer una sorpresa en cada segundo,
hasta en el vuelo de una mosca chocando contra el cristal, esa misma tozudez
que tantas veces contemplaste y que mantiene su estupidez hipnótica. Con ese
espíritu se embarca Juan Villoro en su viaje a la península de Yucatán, un
destino que le coloca en la media distancia de quien será extranjero y al mismo
tiempo que será uno de ellos. Viaja al exterior y viaja a su propio hogar:
“Las
gorditas aceptaban todo sin discriminación y creían que una paratifoidea las
haría estar más cerca del momento
mexicano. Sin embargo, en ese momento, los naturales no queríamos compartir
otra experiencia que el silencio”.
El
libro se abre con un prólogo que narra el origen emocional del viaje, el relato
de una abuela tan original como divergente. “La vida no acierta a terminar”,
afirmaba su abuela; y Villoro se propone conocer de dónde vino esa vida, esa
madre. Su ojo viajero es equidistante casi más por obligación que por devoción,
como si se debiera al registro literario y eso le impidiera entrar más en lo
local en lo que diferencia Yucatán, y sobre todo Mérida, de la capital
mexicana. Esa distancia le permite no idealizar, pero esa forma de
conocimiento, a través de las conversaciones que escucha en las cafeterías y
restaurantes, le permite reproducir el sabor de lo real de una tierra en la que
un día asistes a un combate de lucha libre protagonizado por El Hijo del Santo, y al siguiente visitas
una maquiladora donde las puntadas de ropa se cuenta a millón por minuto y los
salarios a real por millón.
“El
barullo de las otras mesas me hizo sentir al margen –las dos sillas vacías eran
una forma del fracaso- hasta que recibí a la visitante de los desolados: la
conciencia histórica. ¿Quién piensa en civilizaciones cuando tiene amigos?
Jamás me he acordado de los sumerios en una reunión, pero ahí, en la mesa menos viva de la cafetería, repasé mis
ficheros yucatecos”.
Villoro
entiende que este Yucatán a lo que más se asemeja es a un bazar, desde las
playas y los hoteles a las hermosas ciudades coloniales rodeadas de horribles
talleres mecánicos y villas de trabajadores con calles de barro y techos de
hojalata. De alguna manera, ve casi lo que cualquiera podría ver, pero sabe
cómo mirar antes de atreverse a describir. Porque su mirada no es la de
cualquiera, es la de un hombre lleno de metáfora, de sol, de color y pegada a
los detalles que abren el mundo.
El
sin embargo el viaje de Villoro es un viaje realista, porque nada hay más real
que los “personajes que se fugan en la memoria y desaparecen sin dejar más
rastro que una fotografía”. Esa fuga le lleva a escribir sobre el desencanto
pero con aceptación; la decadencia, por ejemplo, de los últimos mayas abocados
a la modernización, sin mostrar rencores por aquellos que ya creen que son
solamente campesinos y no herederos de algo que una civilización que pudo ser
cruel, pero que también fue mística y legendaria y tuvo su comunión con el sol
y con la luna. Y así va enlazando episodios en un libro de viajes tan
fraccionado como sugerente. Villoro nos ahorra la fatiga de enlazar cada
episodio de interés con esos interminables paseos en autobús o discusiones con
taxistas o búsquedas de hotel, con eso que supone recurrir a la guía de viaje
para orientarse. Esa parte se limitaría a enunciar el viaje, pero no aportaría
nada a las conclusiones que extraemos leyéndole, unas conclusiones que gracias
a su escritura sacamos con los cinco sentidos.
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