Mañanas en Florencia
John
Ruskin
Traducción
de Javier Alcoriza
Pre-textos
Valencia,
2015
181
páginas
El
John Ruskin (Londres, Inglaterra, 8 de febrero de 1819-Brantwood, Cumbria,
Inglaterra, 20 de enero de 1900) que conocemos en este delicioso ensayo, Mañanas en Florencia, es un hombre
anciano. Ha masticado muchos amaneceres y el sabor malva del sol a punto de
quebrar la noche, resbala en su paladar. Es un hombre prudente, que ya escribe
con una morosidad sensata, consciente de que invitarnos a acompañarle en este
viaje por el arte de Florencia es su mejor acto de bonhomía. Esta cita del Libro de la Sabiduría rige su vida:
Por eso oré y me fue
dada la prudencia.
Invoqué al señor y vino
sobre mí el espíritu de la sabiduría.
Y la preferí a los
cetros y a los tronos.
De
ahí que, viendo cerca la muerte, opte por la lentitud. Para él, el arte es el
supremo sentido común, ese que crece en la escuela de la admiración silenciosa.
A lo largo de varias mañanas, nos acompaña en un recorrido por las principales
obras artísticas de Florencia. Pero sobre todo por la contemplación de los
frescos de Giotto. Apenas ve, como
rodeado del silencio que nosotros precisamos para leerle, un par de cuadros
cada día, porque si hay algo imprescindible para comprender lo que estamos
viendo es la compasión, es decir, leer la obra como la entendía el artista;
padecer, pues, lo que padecen quienes protagonizan la imagen. Antes de la
composición de una escena, queda la concepción de un hecho.
Mañanas
en Florencia está diseñada como una guía para viajeros ingleses. Una guía
escrita por un erudito, que interpreta con sensibilidad, invitando a detenerse
en cada obra de arte cristiano el tiempo necesario. Lo importante es el objeto
tratado, descubrirlo. Y para ello se impone alinear la mirada con la del
creador. La retórica depurada de Ruskin persuade, porque aúna el oído a la
vista. Admira a los apóstoles que inspiraron las obras, y a los que inspiraron
la fe. Al interés local, con sus interpretaciones para el culto, añade el
interés universal del arte. No existe, a su parecer, auténtica decoración sin
nobleza. De este calado es su convicción de que la ética y la estética son una
misma cosa: “Si os quedáis hasta que aparezcan las luciérnagas del crepúsculo,
y os vais a dormir de vuelta a casa, estaréis mejor preparados para el paseo de
mañana (…) que en el caso de que vayáis a una fiesta a hablar sentimentalmente
de Italia y a oír las últimas noticias de Londres y Nueva York”.
Convencido
de que los artistas hacen de la debilidad virtud, Ruskin a su vez hace de su
prosa un arte, pues hace que los demás vivamos a través de él. Ruskin
interpreta para la humanidad, con una ensoñación necesaria, la que nos interesa
compartir como se comparte la buena soledad. O como se participa de la
naturaleza, cuyo ejemplo más cabal, más semejante a Ruskin pero referido al
paraje natural, sea Thoreau. Aunque en este caso existe también un
intermediario, el artista, mayormente Giotto, quien donde otro se hubiera
extendido, el “llegó al campo y vio con su sencilla mirada una dignidad
inferior”. Aunque no existe dignidad inferior que sea menos valiosa que
cualquier otra dignidad.
La
última parte del libro está dedicada a las siete ciencias terrenales
representadas en la catedral de Santa María: la gramática, la retórica, la
lógica, la música, la geometría, la astronomía, la aritmética. Que reconoce en
la integración de las figuras en la disposición arquitectónica, o en una
arquitectura diseñada para exponer y componer con las ciencias terrenales. Un
paseo que gracias a Ruskin es posible volver a protagonizar, dado el imperio de
la velocidad que se ha adueñado del viaje.
Fuente: La línea del horizonte
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