Delito
de soberbia
Si existe algo tan indigno
como la crueldad, eso es la cobardía. Disfrazado de etiqueta o con traje sport,
ambas concluyen con el dolor de los demás. Aunque uno puede esperar que la
crueldad ya venga acompañada de su correspondiente delito de soberbia, toparse
con esa mala sazón en quien no reconoce que su vida se mueve por los hilos del
miedo, hace de esta combinación, cobardía y soberbia, el peor aderezo de la
condición humana.
Casi
todos los años, mientras el monzón riega el calor del suelo acumulado a lo
largo de meses en las llanuras de Asia, alguien que ha regresado de las cimas
donde el aire y el silencio se adelgazan hasta perderse, hace gala de necesitar
vivir una vida distinta a la que está viviendo. De repente, en un alarde de una
mitomanía sin romanticismo, el alpinista
miente. Se recrea en una gloria que tal vez le conceda mucha energía, pero carece
de cualquier poder nutritivo. Da la impresión de que necesitara aceptarse y
para ello nada mejor que inventar quién es: un hombre con sed de triunfo, el
mejor. Cabe preguntarse qué tipo de gente no sabe reconocerse, qué anhelos carga el hombre al que le
interesa meter tanta ficción en su realidad. Posiblemente haya cobardía al
no saber aceptarse. Y posiblemente esté bien condimentada de soberbia su
narración. De ahí que se detenga a pedir un aplauso.
Son
hombres que desalojan mucho más de lo que pesan. Arquímedes se hubiera muerto
de risa al comprobar lo mal que se adapta su fórmula a quien pretende ocupar un
trono, recibir muchos elogios, figurar en la portada de las revistas, tener más
visitas que nadie a su página web. Lo mal que encaja su principio físico con
estos montañeros que, a pesar de tener los músculos bien apretados, son mucho
magro y poca proteína. Porque parecen desconocer que la gloria bien puede ser una condena, una sonda directa a la soledad.
No es una buena idea acudir a la montaña, y mucho menos a las grandes cumbres,
con ánimo de competir, de luchar por demostrar que uno es el mejor. En la
montaña, como en el mar, en los ríos, en el desierto, en el bosque o en
cualquier otro paisaje, lo que de verdad
merece la pena es aprender a ser mejores. La competencia no deja de ser una
cosa tan sucia y arriesgada como escupir al cielo. Algo que se practica porque
a uno le posee el delito de soberbia, porque uno es un cobarde, porque huye
queriendo así ser otra persona. Cuando en realidad no hay triunfo ni fracaso en alcanzar las catorce grandes cumbres, dado
que lo único importante en nuestra educación sentimental es lo que has
aprendido. Esa es una de las guías por las que orientarse en la floresta de la
amistad: hay que arrimarse a la gente que siente ganas de seguir aprendiendo.
Si
alguien ha mentido al paisaje, o en el paisaje, o a los hombres con quienes
comparte el paisaje, está contaminando la belleza. Porque se está identificando
con el malestar, mientras pretende justificar una valía que sólo pesa en el planeta de algo tan inhumano como es la
competición. Quizá sea el momento de recordarles que para saborear el bien
no se precisa de ningún registro deportivo. Y mucho menos pretender que existe
un censo que nos cataloga como superiores en una actividad que nos vincula a la
naturaleza. “Quien salva una vida, salva
el mundo”, reza el Talmud. Todas las cumbres, también las más colosales,
están en tu montaña.
Fuente: La línea del horizonte
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