En movimiento
Oliver
Sacks
Traducción
de Damiá Alou
Anagrama
Barcelona,
2015
447
páginas
21,90
euros
Adiós,
maestro
La
imagen de la ciencia como un laboratorio, una pizarra llena de fórmulas, unos
fríos hombres de bata blanca, una disección, un cúmulo de enciclopedias con sus
respectivos diccionarios específicos, una calle estrecha donde solo pasean los
elegidos por el don del cociente intelectual, una biopsia, una recreación
mineral que iguala en escala a los átomos o a las galaxias, algo tan aburrido
como las matemáticas, consigue romperse cuando en medio de ese impulso
científico abre brecha un narrador. Darwin o Freud son, tal vez, los dos
ejemplos más clásicos. Oliver Sacks (Londres, 1933 – Nueva York, 2015) fue, sin
embargo, uno de los pocos casos en que la balanza consiguió pesar más en la
enjundia de la narración que en la de la ciencia. Sin dejar de aportar, eso sí,
grandes avances en el mundo de la neurología. El primero, el más importante de
ellos, es el de sacudir a los especialistas con la idea de que un médico no es
un veterinario especializado en el cuerpo humano, en el cuerpo enfermo. Un
médico es un humanista, un humanitarista, un tipo con conciencia holística y,
sobre todo, alguien que es consciente de que el hombre enfermo es una persona
con la dignidad caminando sobre el filo de una navaja. Y jamás debe perder de
vista esa dignidad, porque trata con hombres enfermos, no con cuerpos enfermos.
En
este libro de memorias, En movimiento, que
comienza en la juventud de Oliver Sacks, pues en buena medida su infancia ya
quedó reflejada en El tío tungsteno,
asistimos a un constante despertar de la curiosidad de Oliver Sacks. La
curiosidad es lo que hace que su vida esté en constante movimiento, de ahí que
el libro se lea casi como un road movie, en
el que no deja de entrar y salir gente. Esos que dan sentido a la vida. Esos
que dan al relato una visión de la inteligencia del autor, que consiste en su
constante estado de trance, convertido en un alumno con ganas de aprender, de
sacar enseñanzas a cualquier detalle o a los grandes accidentes, a los errores.
Sacks es un gran narrador, pues consigue que tengamos la impresión de que su
vida mereció la pena ser leída. No hay párrafos de relleno, frases con
sonoridad elegante pero que no hagan avanzar la acción. Va directo a las
relaciones humanas, muchas veces sin saber el porqué, hasta que lo descubre
páginas, días o años más tarde. En ningún momento se enorgullece de lo que le
sale bien, ni muestra reparos en narrar una metedura de pata. Todo queda al
mismo nivel, al nivel de la buena literatura, la que se centra en su formación
como persona, que es su formación como terapeuta.
Oliver
Sacks fue culturista, motero, homosexual… muchas cosas que le conducen al
anciano que ha vivido. Muchas cosas que quedaron atrás hace décadas, y que
dejaron paso a vivir con idéntica pasión el conocimiento de las debilidades y
las fortalezas de los hombres, o, para ser más preciso, de cada una de las
personas. Y sobre esas fortaleces y debilidades proyecta las propias. Pues en
eso ha consistido su educación sentimental, ese es el tema del que trata esta
estupenda autobiografía, el sentimiento de orgullo fraternal que supone
pertenecer a la buena raza humana, esa que se sabe vulnerable. La
invulnerabilidad nos separa de ser hombres y mujeres, de tener emociones y
sensibilidad. Oliver Sacks nos comenta, a lo largo del texto, cómo nacieron sus
libros, cómo al tiempo que científico fue escritor. Y demuestra que ambas
facetas son creativas, sobre todo porque ambas, al menos en su vida, la del
maestro que ahora reconocemos en él, poseyeron una unidad de tono en lo
sensible. Para Oliver Sacks, vivir consistió en asegurarse que los demás
estuvieran bien. De ahí que sólo quepa despedirnos de él leyendo estas memorias
y repitiendo eso de “adiós, maestro”.
Fuente: Revista de letras
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