Tiene que ser aquí
Maggie
O’Farrell
Traducción
de Concha Cardeñoso
Libros
del Asteroide
Madrid,
2017
470
páginas
Existen
las enfermedades concretas y existe una enfermedad total. Su nombre lo
conocemos todos, pero se hace más y más patente al ser padre, dice el tópico,
en tanto que ya debería haberse apoderado de nosotros al ser hijo, cuyo rango
coloca Maggie O’Farrell (Corelaine, Irlanda del Norte, 1972) en la misma línea
de flotación que la maternidad. Existe una dialéctica de las alergias, como
existe una dialéctica de los vínculos fraternos y maternos. En ellos la bondad
es celestial y la maldad un infierno, es decir, la relación entre padres y
madres con los hijos, o entre los hijos con sus progenitores, pertenece al
terreno de la teología. Lo malo es que en esta ciencia existe la tesis, la
antítesis, pero no la síntesis. El virus que te da la vida es el polen que te
mata. Esta historia se puede concretar en una invención con múltiples formas,
pero no todas ellas se adaptan mejor a la novela que al cine. El caso de Tiene que ser aquí es de los que solo se
pueden contar en forma de novela. Y no por alardes lingüísticos, a pesar de los
recursos de O’Farrell y de que esa sea la especialidad de uno de los
protagonistas, sino por la estructura y la complejidad cronológica, que solo
puede resolverse gracias a los nombres: los de los actores y los de los
lugares.
Uno
puede imaginarse a O’Farrell frente a una pared en la que ha ido pegando los
rostros de los personajes, los sitios donde sucede la acción, los sucesos que
determinan el temperamento ocasional y toda una red de líneas rojas que unen a
cada partícipe de la novela con los demás. Todo un alarde de vínculos, digno de
una película en la que los detectives precisan de metros cuadrados de pared
para reproducir el esquema de su investigación. Esa es la impresión que da, a
no ser que O’Farrell tenga una mente prodigiosa y sepa moverse en el fichero
con la facilidad de un bibliotecario con más años de labor de los que ella
tiene de vida. La historia, en realidad, es muy sencilla: una pareja ha
decidido, por diferentes razones, irse a vivir una segunda vida a un rincón idílico
de Irlanda. Él viene de Estados Unidos, de un matrimonio fracasado, de un duelo
incompleto por una hija. Ella viene de Suecia, huyendo del éxito del cine y de
una pareja con el ego por montera. Lo que él oculta y los celos de ella harán
de la relación otro imposible, que se resolverá, para bien o para mal, pues no
desvelaremos cómo termina la novela, gracias a los hijos, los de las relaciones
anteriores y los que ellos han tenido. A lo largo de la novela, el tiempo se
balancea. En general durante los años de convivencia, desde su encuentro hasta
su ruptura, pero en ocasiones el arco se amplia en décadas, las suficientes
como para explicar de dónde viene cada uno de ellos, qué les ha construido. De
hecho, los capítulos más inmediatos en los que uno de ellos es personaje
central, están narrados en primera persona, en tanto que los más alejados, o en
los que un tercer personaje es el centro de interés, se explican con un
narrador omnisciente. Lo que parece va a obligar al lector en exceso, se
transforma, a medida que pasa las páginas, en un atractivo más. La cronología
es fácil de seguir y uno relaciona, inmediatamente, la necesidad de retroceder
o avanzar en el tiempo.
Pero
sí existe un tema que flota constantemente, que es la dificultad de hacerse
adulto. Eso sucede a cualquier edad. Porque el problema de hacerse adulto no
radica tanto en la capacidad para hacer una declaración de la renta o resolver
con solvencia un trabajo de despacho o social. La capacidad de asumir la
consecuencia de las decisiones será lo que delimite la frontera entre ser
adulto y lo que sea que uno es antes, que no es necesariamente una
adolescencia. La inmadurez marca, pero marca sobre todo porque uno es inmaduro
si no entiende la culpa, algo que parece inevitable si uno toma consciencia de
estar hecho de recuerdos. De ahí que los dos personajes centrales de la obra
busquen un espacio para pensar, porque pensar es algo que solo puede hacerse
sin ruido. Fuera de eso, no coinciden en casi nada que no sea el amor por los
hijos. Los huecos que quieren dejar en el pasado, como si pudieran empezar
desde cero, matarán como mata una alergia. Y esta ciencia es casi una teología,
pues habla de la dificultad de vivir. Pero Maggie O’Farrell plantea y resuelve
la obra de forma que solo pueda ser contada en forma de novela, de una de esas
novelas seductoras, de casi quinientas páginas, que uno lee en un fin de
semana. Lo que salva a esta novela, al margen de todos los atractivos que hemos
expuestos, es, precisamente, que solo puede expresarse como un relato escrito.
Un gran relato escrito, con personajes de carne y hueso como en el cine, pero
construido de una manera que el cine todavía no ha sido capaz de igualar,
porque no se describe igual que se ve, y la descripción, de los
acontecimientos, de los lugares, de las sensaciones, de la culpa, es uno de los
puntos fuertes de la historia.
Fuente: Culturamas
No hay comentarios:
Publicar un comentario