El último de la estirpe
Fleur
Jaeggy
Traducción
de Beatriz de Moura
Tusquets
Barcelona,
2016
187
páginas
Los
hilos de un dios que no existe
Meterse
de lleno en la literatura de Fleur Jaeggy (Zurich, 1940) supone levantar un
muro para dejar al otro lado las risas de los niños que salen de la escuela el
último día de curso, y un techo de hormigón que nos aparta del cielo azul del
Mediterráneo y de los vuelos de las aves que regresan en primavera. Supone
pisar el suelo opuesto al de los valles de primavera, no escuchar el rumor del
arroyo de montaña ni oler las algas que la marea depositó en una playa durante
la noche. Jaeggy nos propone un mundo con una luz que sería triste si provocara
sentimientos. Un mundo de soledad, que solo se puede formular en condiciones
con una indiferencia dolorosa, pero que en cada caso se caracteriza por un
dolor divergente. Todos los personajes de cada uno de los relatos, o las
diferentes formas que toma un episodio breve, pues no siempre son relatos, de
este El último de la estirpe están
apartados de los suyos. Un vacío envuelve los textos y lo que contienen. La
impresión que genera es la de que somos movidos por un dios que no existe,
cuyos hilos deciden, con desdén, que la mayor parte del tiempo permanezcamos
estancados dentro de él. La vida es una enfermedad en la que raramente se nos
permite pensar. Jaeggy nos ofrece una muestra más de un realismo oscuro.
En
este caso, en forma de cuadros de una exposición. El resultado de la lectura de
este libro es la impresión de haber visitado una galería en la que cada
descripción, cada capítulo, ese engañoso vacío, es en realidad una propuesta de
Jaeggy a la reflexión sobre un rosto fotografiado después de la batalla.
Recurre con frecuencia a las relaciones familiares, en las que están presentes
lagunas de memoria e incluso lagunas de olvido; la orfandad y la no relación
entre hermanos. O el descubrimiento de que aquella madre también era un ser
abandonado en un rincón oscuro, y el consecuente desengaño que dicta que no
pudo ser una buena madre, o sea, que ya no es madre. O el complejo de Edipo que
al presentarse en la relación de pareja supone una ambigüedad que no sabemos si
calificar como maltrato. Los episodios son tan breves, que en ocasiones da la
impresión de que estuviéramos enfrentándonos al arte del gesto; esa brevedad,
por ejemplo, resume el exilio en un agujero, pues no da tiempo a gestar una
versión de la melancolía. Así solo aparecen trozos de unas vidas huecas, como
la de ese aristócrata del relato que da título al libro que cree que todos los
días son iguales al último día. O están resumidos en un aliento tan escaso como
el de quien escribe un post-scriptum sin tener a nadie a quien dirigirse.
El
destino o la falta de destino es otra de las constantes, tal vez el tema del libro.
Así pues, nos quedamos con la duda de si llegaremos a plantearnos si tiene
sentido vivir, pues todavía no hemos resuelto ese dilema. Lo cual,
inevitablemente, conduce a resultados de drama, al aislamiento. Como el de la
anciana que proyecta sus deseos sobre su heredera, con la que no existe ninguna
comunicación. O el de la tragedia de un exorcismo tan real que solo puede
ejecutarse como un asesinato, en un relato que forma parte de cierta obsesión
presente por lo religioso. Jaeggy entonces estira la goma hasta el límite y
entonces prueba a tensarla un poco más. Pero Jaeggy no es inhumana. Tal vez su
mejor mirada y puesta en escena es la del relato Nombres, donde propone un reto a la sinceridad, dado que una visita
a Auswitchz tal vez sólo pueda reproducir los sufrimientos de las víctimas en
un ciego, en alguien que no puede visitar el campo de exterminio como parte de
un recorrido turístico. Auswitchz representa el dolor del mundo, y el dolor es
algo con lo que lidia siempre Jaeggy. Basta leer ese relato, La elección perfecta, en el que la
inercia del dolor provoca deseo de venganza, necesidad de culpar a quien esté
más cerca. En este El último de la estirpe, de nuevo Jaeggy nos ha robado el
aliento; se trata, pues, de un libro para corazones dispuestos a soportar las
grietas del desengaño por una condición humana.
Fuente: Revista de letras
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