Cuentos completos
Flannery O’connor
Traducción de Marcelo Covián, Celia Filipeto y Vida Ozores
Lumen
Barcelona, 2005
842 páginas
20 euros
Moral, gótico y cotidiano
Para no andarnos por las ramas:
este volumen que recoge todos los cuentos de Flannery O’Connor, casi todo su
mundo gótico del sur de Estados Unidos tantas veces calificado como realismo
grotesco, seguramente sea, al menos en el género de la narrativa, el libro más
importante publicado este año. Un tanto agazapada tras la figura del inmenso
Faulkner, Flannery O’Connor fue creando una obra compacta, personalísima y tan
dura como el sol golpeando a sus personajes en un mediodía de agosto. Marcada
por una moral católica y por una enfermedad que eliminó sus defensas frente a
las enfermedades, los cuentos de O’Connor dejan unos posos de algo semejante a
la moraleja, muy relacionado con esos dos pilares de su vida, y también muy
relacionado con la literatura, de modo que ese mensaje ético va componiendo los
temas de sus relatos. Por ejemplo, el clamor contra el desarraigo que puede
leerse en los últimos días de personajes ancianos y trasladados a vivir a una
gran ciudad, como sucede en El geranio,
o el intento de redención mediante la mortificación que puede leerse en El pelapatatas, o el cuento Las dulzuras del hogar, que trata sobre
el precio del odio, sobre los odios heredados y el odio fruto del miedo. Y,
como ejemplo magistral, podemos leer el relato El negro artificial, en el que un abuelo y su nieto, inseguros y
acobardados, se mueven en un entorno antinatural, para verse envueltos en una
situación que trastorna su experiencia hasta hacerles conocer los extremos del
pecado y del perdón, y todo sin ningún sensacionalismo.
Pues si de algo no peca Flannery
O’Connor es de sensacionalista. Ciertamente, se maneja en un registro
dificilísimo: “El geranio que ponían en la ventana le recordaba a Grisby, el
chico del pueblo que tenía la polio, al que había que sacar todas las mañanas
en la silla de ruedas y dejarlo pestañeando al sol”; o: “Había algo en aquella
mirada que hacía pensar en la ceguera, pero era la ceguera de los que no saben
que no pueden ver”; o: “El general Sash tenía ciento cuatro años. Vivía con su
nieta, Sally Poker Sash, que tenía sesenta y dos y rezaba de rodillas todas las
noches rogando que él viviera hasta el día de su graduación… Vivir había
llegado a ser una costumbre tan arraigada en él que no podía concebir ninguna
otra situación”; o: “de cuyo rostro el permanente furor había borrado toda
expresión, miraba un poco de lado, con sus ojos de un azul helado y la cara de
alguien que ha conseguido la ceguera por un acto de voluntad y se propone
conservarla”.
De este calado son los límites de
la realidad a los que nos lleva O’Connor, y el mérito está en conseguir que
estos seres a la espera, que actúan tímidamente para que el rumbo de la vida se
altere y que siempre se topan con algo que no previeron y que les sale mal,
dejen de ser verosímiles, es decir, pierdan su vínculo directo con la realidad
mundial, pero sigan permaneciendo dentro de lo creíble, es decir, atados a las
luces y sombras de lo universal, incluyendo lo que queda más allá de nuestra
percepción, pero que, no nos cabe duda tras conocerlo, existe. Aunque exista en
un lugar fronterizo que se encuentra en medio de ninguna parte, en un sitio
local donde cualquier rumbo que uno siga es, exactamente, una dirección
cualquiera. De tal manera que la lectura de este volumen nos va guiando por
todas las direcciones, por aquí y por allá, tomándonos de la mano en el
reconocimiento de la gente sencilla, que tanto le importa a la autora y que
hacen cosas en las esquinas, en los porches, en los umbrales, en los pasillos,
en los parterres o en los caminos vecinales. Eso sí, siempre ligada a sus
raíces, porque si algo tienen en común estos relatos, es que todos los
personajes reconocen que para ellos ha existido un hogar donde echaron o
pudieron echar raíces.
Un libro soberbio.
No hay comentarios:
Publicar un comentario