Los libros de cuentos
Willa Cather
Traducción de Olivia de Miguel
Alba
Barcelona, 2006
560 páginas
31,50 euros
La honradez de la memoria
En ocasiones se escucha comentar
a algún lector, cuando pretende elogiar un libro, que se trata de una obra
sincera. Y uno siempre siente la tentación de preguntar en qué ha reconocido la
sinceridad de la obra o, lo que se antoja casi imposible, la sinceridad del
autor. Esta labor, aparentemente más propia de un psicólogo que de un crítico
literario –aunque sea un lector que ejerza provisionalmente como tal-, queda
expuesta a la intuición de quien reciba el mensaje de la obra. De ahí que, por
una motivación profundamente emotiva, uno sienta la tentación de calificar como
sincera la obra de Willa Cather, caracterizada por un sentido de la vida bañado
en la honradez de la memoria, en la fe en las buenas gentes, la misma fe que
hace de sus narraciones buenos relatos no sólo en sentido literario, también en
el reflejo humano.
Recuperada en España en los
últimos años, destacando novelas extraordinarias como Mi Antonia o El canto de la
alondra, no se puede dejar de concebir que tras tantas páginas en las que
se comparte una reivindicación de la vida noble, de la bonhomía sencilla y sin
engranajes ni aristas, no exista una escritora sincera, sobre todo debido a que
no aturde con sentimentalismos, ni con reflexiones morales, ni con posturas
maniqueas, sino que centra su discurso en la creación de personajes profundos,
cargadísimos de vida y de motivos para vivir, incluso cuando los caracteriza a
través de la suciedad de la envidia, como en el cuento El funeral del escultor. Baste como ejemplo la fluidez (esta sí que
digna de envidia) con que se desarrollan los diálogos. O también las imágenes
sencillas, pero demoledoras, que presenta sin estridencias, suavemente –“Los
pétalos se derramaban sobre el ennegrecido y escarchado pavimento mientras
avanzaba cuidadosamente. Seguirían allí mañana por la mañana y los niños de
aquellas casas se preguntarían si había habido un funeral”-, o la naturalidad
con que nos dicta que la muerte no es nada más que otro trance de la vida: “las
inquietantes visiones se fundieron en negro, y Paul se acostumbró de nuevo al
inmenso designio de las cosas”.
Este libro de cuentos, que
configura junto a la recopilación de la obra de Flannery O’Connor (Lumen) y los
cuentos completos de Herman Melville (Alba) una estupenda trilogía de clásicos
norteamericanos que nadie debería perderse, nos transporta nuevamente al mundo
de Cather, donde la presencia de los inmigrantes que fueron construyendo
Estados Unidos al tiempo que se despedían de sus orígenes, en una lucha
interior rumiada desde la conciencia, un tanto crepuscular pero sin rencores
nostálgicos, da pie a los encuentros de la gente, que serán los orígenes de las
tramas, muy tenues, que trenzan los relatos. En lugar de argumentos que nos
atrapen, Cather elige presentar el paso del tiempo y cómo este ha ido labrando
los interiores de las personas. Para ello recurre al desagravio de la memoria.
Tal vez, en este aspecto el libro más contundente sea el tercero, Oscuros destinos, compuesto por tres
novelas breves cuyo nexo es la desaparición de alguien que se hizo querer. El
mero hecho de inventarse estas historias supuestamente vividas en una infancia
semejante a la que debió vivir Cather, nos habla de alguien que considera que
la muerte no es rival de la memoria, es decir, de la vida. Maravilloso, a mi
juicio, por su valor sereno y un intenso dramatismo relajado, es el relato Dos amigos, pese a lo previsible de su
desarrollo, o quizás gracias a la relajación que dicha cualidad de previsible
permite. Aquí ya nos encontramos frente a una escritora madura, que ha superado
esas dudas planteadas en los dos libros anteriores en las que los encuentros
entre gente del campo o de la ciudad frente a artistas o figurantes de
artistas, nos plantean dudas acerca de la condición humana, sobre las múltiples
formas del exilio, incluido el exilio interior. Y todo sin desistir de agradar.
Fuente: Tribuna/Culturas
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