La flor púrpura
Chimamanda Ngozi Adichie
Traducción
de Laura Rins.
Random House.
Barcelona,
2016.
304
páginas.
Aprender
es aprender a ser pobre. Si los colonos representaban la riqueza, y los colonos
que se asentaban en los países del otro lado de los océanos representaban la
opulencia, el rastro neocolonial que todavía vuela a ras de tierra es el de la
obsesión contra ser colonizado. Esa obsesión es privilegio de los ricos nativos
de países pobres, que viven en las antiguas colonias. Los auténticos habitantes
de cada calle, de cada casa, de cada cabaña, bastante tienen con preocuparse de
transformar en vida la supervivencia, como para permitirse el lujo de la
obsesión contracolonial, o enfermedades burguesas. Como las que padece el padre
de la narradora y protagonista de La flor
púrpura, un auténtico dechado de lo peor de la raza humana: psicótico,
bruto, iluminado, castrante, maltratador, millonario, loco de atar y con un
trastorno obsesivo compulsivo colgado en la religión, obcecado en las formas
religiosas. Un represor que reúne lo peor de los fanáticos católicos y lo peor
de los fanáticos ricos y lo peor de cualquier otra esencia de fanatismo.
Alguien que para salvar a sus hijos les obliga a vivir en una burbuja de
hormigón en pleno centro de Nigeria. Pero Nigeria, y junto a Nigeria la mayor
parte de África, es un caos. Y el caos es más creativo que el orden.
Por eso
esta novela trata sobre la verdadera forma de nacer. La narradora, junto con su
hermano pequeño, nos muestra la vida miserable bajo el mando del energúmeno que
tiene por padre. Hasta que son enviados a pasar unos días con unos familiares y
allí descubren que existe algo más allá de la obsesión por el orden, que existe
la vida al día y ese caos que se traduce en ternura. Y así es como se da cuenta
de que la locura no estaba en el lugar donde les habían advertido que la iban a
encontrar. Porque con lo que se dan de bruces es con la dignidad de la pobreza.
Más que una novela de formación, La flor púrpura es una novela de nacimiento.
Pues el relato central no sucede después de que se nos exponga la situación
familiar, sino en un flash-back de
doscientas páginas, cuando la narradora ya es consciente de cuál ha sido su
escuela. Porque la escuela es donde uno aprende a ser pobre, es decir, que las
elecciones importantes no son aquellas en las que está implícito el intercambio
de bienes, sino decidir lo que está bien cuando podría haberse elegido el mal.
La
esencia de esta elección se encuentra en las acciones de los personajes: de la
madre que envenena al padre, del hermano que se autoinculpa, de la hermana que
quiere narrar toda la historia, detalle por detalle, sin juegos verbales ni
nada complejo en la estructura del relato. Porque para ser justa con la
familia, la narradora, Kambili, debe mantenerse siempre en equilibrio,
sobreponerse al miedo. Así pues, la emoción está en el reflejo de los sucesos,
no en la potencia con que narra. Nos duelen los abusos del padre por
reconocerlos como abusos, no porque Kambili se detenga a describir la piel
despellejada o la sangre que mana. Kambili sabe bien que más allá de la esfera
de hormigón queda esa otra Nigeria, libre, natural, sin prejuicios. Por el
contrario, no podemos dejar de lamentar que existan tantos niños expuestos
demasiado pronto a la brutalidad. De eso trata esta novela, que fue la primera
de Chimamanda Ngozi Adiche (Nigeria, 1977), de quien ya hemos tenido la
oportunidad de leer Medio sol amarillo,
Algo alrededor de tu cuello o Americanah.
Fuente: Culturamas
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