Las llanuras
Gerald
Murnane
Traducción
de Carles Andreu
Minúscula
Barcelona,
2015
147
páginas
14
euros
No
existen las certezas
Ese
eje, el de que no existen las certezas, es el que da pie a que un novelista
como Gerald Murnane (Melbourne, 1939) certifique una novela en la que el
extrañamiento arrasa con los tópicos. Las
llanuras habría sido imposible de escribirse sin que se hubiera preguntado
si es imprescindible confiar para existir. Y para ello es necesario un tipo de
extrañamiento que bebe, sin duda, de Kafka, con sus eternas postergaciones de
algo que debería haber sucedido. En este caso se trata de un cineasta que se
adentra en el interior de Australia con intenciones de filmar una película en
la que duda constantemente sobre cómo debe ser el principio y, sobre todo, el
final, que debe resumir todo lo que representa el interior, la llanura. El
narrador aterriza dispuesto a ver, sin prejuicios. En ese sentido, es el
trasunto ideal de cualquier autor. Y allí se encuentra con un territorio que se
caracteriza por las cualidades propias de lo fronterizo, sin limitar con nada,
pero de alguna forma encerrado por la inmensa costa, pobladísima, de Australia.
Los habitantes se reivindican como los australianos auténticos, constructores
de sus propias leyes. Y, más aún, constructores de una pequeña historia que da
lo suficiente de sí como para que el narrador se plantee un estudio
antropológico sobre una antropología tan reciente que solo cabe calificarla de
impostada, acribillada, sin embargo, por una sociología real. Los
terratenientes no dejan de dialogar sobre ella en conversaciones sin
conversación, con discursos que transcurren en paralelo. Y que reflejan la
necesidad de inventarse unas raíces para poseer una identidad de nación. El
lector, por su parte, comprueba que en ese sentido este es un libro sobre la
estupidez humana.
Así
pues, el narrador presta atención al paisaje inmenso y se plantea hasta qué
punto es el paisaje el que nos construye. Las llanuras son paisajes casi sin horizonte,
pero de una inmensidad que transmite detalles como para hacer de ellas un
poliedro. Pero llega un momento en que aceptando la invitación de uno de los
terratenientes, se hospeda en su casa, donde una inmensa biblioteca servirá
para el estudio que el narrador pretende llevar a cabo. De nuevo aparece el
tema de la estupidez humana. No se nos pueden ocurrir muchas cosas más
estúpidas que pasarse diez años encerrado en una biblioteca para estudiar las
características de los espacios abiertos. En este discurso, la obra pasa a ser
algo parecido al flujo de conciencia, a ese ratón que da vueltas en la rueda
sin avanzar, con pensamientos paradójicos que proyecta en los pocos contactos
humanos que tiene. La postergación, la obsesión, la mudez obligada y el estilo
llano pero hipnótico con que escribe Murnane, provocan que las llanuras y la
negación de las llanuras se traguen al narrador, al cineasta. Persigue y no
persigue su cometido en la vida, porque su proyecto no es solo un proyecto
artístico. Tal vez debido a que el silencio y el Tiempo, o la ausencia del
Tiempo, prevalecen hasta anular cualquier otra capacidad de actuación humana.
De esta manera, la obra apunta hacia cierto misticismo, pero truncado como se
trunca en cualquier otra obra caracterizada por el extrañamiento que no nos
permite ver el cuadro completo. Tampoco el del paisaje interior del
protagonista, que pasa a ser un inadaptado dentro de un territorio de
inadaptados. Refugiado en su capacidad de observación, innata y perturbadora,
el narrador y Murnane nos llevan hasta un territorio improbable, pero no
imposible. Para verificar si existe alguna certeza en esa región, deberíamos
viajar hasta allí. Y eso, me temo, no está al alcance de la mayoría de
nosotros. Queda, pues, aceptar el extrañamiento.
Fuente: Quimera
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