Pasando el rato en un país cálido
Jose Dalisay
Traducción de Marta
Alcaraz
Libros del Asteroide
Barcelona, 2012
218 páginas
Ese fui yo
“Soy de
un país sin nieve y sin frambuesas”. Y ese país se llama Filipinas. Jose
Dalisay (Romblón, 1954) no enuncia esta frase así, para dar comienzo a su
novela, por casualidad. No comienza retratando esa patria que es a la vez su
pasado y sus lugares, es decir, su memoria, con una dotación de cualidades,
sino con ausencias. Y esa selección de ausencias se convierte, por arte de
nuestros propios condicionamientos, de nuestros gustos elaborados a partir de
los deseos sociales, en una carencia de romanticismo. Y al mismo tiempo en una
metáfora: Filipinas es todo menos frío y navidad, menos dulce y redonda. Ese es
el primer mensaje que envía el narrador desde el avión, mientras regresa a su
país para asistir al funeral de su padre. Con una motivación tan sólida como la
del protagonista de “El extranjero”, Meursault, o la familia Bundren en
“Mientras agonizo”, el narrador toma impulso para saltar a un precipicio que no
es existencialista ni un tour de force. Es
un intento de cicatrizar las heridas abiertas durante la educación sentimental
de Dalisay. Se trata de una novela de inspiración autobiográfica con afán de
catarsis, con intención de poner las cosas en su sitio, de localizar y fraguar
la verdad del autor. Es una obra gestada en el miedo a reconocerse a uno mismo,
un tema que podría haber dado lugar a un relato muy oscuro en manos de alguien
con menos ganas de vivir que las que posee Dalisay. Unas ganas de vivir que son
sinónimo de la pretensión de aprender, pues Dalisay, como demuestra desde esa
sentencia de entrada, vuela hacia su memoria preguntándose qué sabe de
Filipinas. E incluso qué sabe de ese otro lugar donde ahora reside, donde se
aprecia tanto la nieve y las frambuesas, que se llama Estados Unidos.
El
recurso de que se vale es el uso del relato de su pasado como un ejercicio de
compasión, de padecer tanto con quienes le quisieron como con el niño y el
joven que fue. Un planteamiento que resulta especialmente patente en la primera
de las cuatro partes de la novela, la que describe su infancia. En un ejercicio
de prosa que, en la traducción de Marta Alcaraz, exhibe cotas equiparables a
García Márquez, sabrosa, exótica, Dalisay describe un lugar tan lleno de cariño
como Macondo. Pero a diferencia del pueblo colombiano, la magia aquí no se
encuentra en los acontecimientos, sino en la mirada del niño. Es, por tanto,
más verosímil que la del premio Nobel. Y de tan buen calado que resulta difícil
mantener el ritmo. Pero Dalisay no lo pretende. En cuanto entra en la siguiente
secuencia cambia el tono, pasa a ser menos lírico y a andarse sin rodeos,
porque aquí tiene que reflejar que la edad universitaria es la etapa de la revolución,
de una revolución que no está trenzada con flores y poesía, que anuncia
violencia. Ahora es el momento de defender ideas, y no sensaciones. De ahí que
las descripciones dejen lugar a los diálogos, que el sortilegio del paraje sea
sustituido por el debate inconcluso.
La
actividad clandestina terminará de cocerse en la tercera parte, que debuta con
la implantación de la ley marcial que dará lugar a la dictadura de Ferdinand
Marcos. Este es el momento de la detonación que le transformará, de los traumas
que será necesario redimir. El protagonista se ve obligado a madurar, para lo
cual debe explicar cómo es Filipinas, sus peculiaridades, su pobreza y sus
miserias. Y la necesidad de combatir. Por eso el discurso pasa a ser más
digresivo, porque hace su aparición el caos. Las locuras de juventud dan lugar
al episodio más trágico, la cárcel, un lugar en el que el narrador sobrevive
gracias a su concepto del nosotros, gracias a la identificación con el grupo,
que es una forma de amistad prevista para salir a flote en la hora del
naufragio. Los episodios aquí son seleccionados con mimo, al igual que los
personajes, como ese soldado que les acompaña, a él y a su madre, a ver “El
padrino” en el cine: en un momento que es un soplo de libertad en medio de la
angustia, encuentra un ser humano entre el enemigo. Y después vendrá el final
de esta buena novela, la escasez de certezas que supone reconstruirse.
Fuente: Quimera
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